Me armé de paciencia y de suficiente cafeína en una cafetería cercana al Monte Sacramental donde el maestro, al son de campanadas episcopales, imparte sabiduría en lienzos descritos, y me sumé al grupo que ya contaba con una nueva baja. La primera fue la de un tipo al que no alcancé a conocer más que por un sufrido mensaje final al "grupo de whatssap", informando que se automarginaba producto de una crítica del dueño de casa en orden a que "aquí no nos abocamos a temas comerciales" que al parecer era la intención de un thriller detectivesco que se proponía; y ahora llegó el turno de una chica traviesa que me caía muy bien,pues tiene el peligroso don de ver bajo el agua, al punto que de solo escuchar mi relato, el de vampiros y chupacabras, descubrió su origen entre cañas de vino tinto, estragados amigotes y baratas partidas de dominó. Debía cuidar a sus hijos o algo así. Una lástima, pero el show debe seguir. Y así analizamos un relato de Carlos Cerda en el exilio, mirando el fútbol en comunión a la distancia con su padre, texto en el que finalmente todos, dirigidos por el maestro, coincidimos en que varios párrafos llorosos, homenajísticos, y temporalmente descriptivos, atentaron contra su perfección. No era Henry James, por supuesto, sin embargo esas letras abrigaban, al punto que mi memoria me trasladó fuera de ese tiempo y de ese espacio rodeado de señoras apasionadas (más un catalán), todos padeciendo, anda tú a saber, qué clase de problemas emocionales, psiquiátricos u hormonales, al punto de preferir esta danza masoquista de cometas ante un abatido y rabioso astro mayor, que no parece acostumbrarse a la idea de que cada vez está más cerca el día en que terminará convertido en una enana blanca. ¿Era también lo de ellos una búsqueda del oficio? ¿Una solución al eterno retorno de los after office? ¿Crueles espectadores como Marla del Club de la Pelea visitando grupos de enfermos terminales?
Pero yo ya estaba lo suficientemente lejos de esas disquisiciones, el perro camuflado del cuadro en la pared me engullía y transportaba a mi antigua y apolillada casa en Copiapó, donde nuestro propio perro, el "Spasky" , llamado así en honor al ajedrecista ruso de la guerra fría, le ladraba al par de borrachines vagabundos que cada noche llegaban a dormir a un sitio eriazo que quedaba al final de nuestra Villa de casas fiscales de madera pintadas de blanco y marrón, entregadas a nuestros padres, silenciosos funcionarios públicos de una gris repartición ubicada en la casa de un exiliado político, que como Carlos Cerda, desde algún lugar del mundo, extrañaba también a los suyos. Pero los míos estaban ahí ahora, en otro tiempo, con mi vieja haciendo un pan amasado que al enfriarse se convertiría en una roca imposible, al tiempo que entre miradas cómplices, me impartía sus enseñanzas fundamentales, las mismas que mi padre jamás aprobó: hijo mío, antes de casarte debes conocer "muchos potos"; búscate una fea, las feas son mejores porque son más agradecidas y gastan poco y siempre te va a querer. Y en el televisor, esa misma noche, horas más tarde, la Católica de Ignacio Prieto llegando a la final de la Copa Libertadores, y el recuerdo de cómo me sudaban las manos frente al televisor grueso Antu a color al que había que golpear cuando el volumen se le bajaba, y los comentarios de mi viejo que me llegaban por la espalda, con su voz suave y ansiosa a la vez, conversando de fútbol, acompañándome en mi tensión, aunque él fuera hincha de La Serena, porque esos instantes, en que Óscar Birth le atajaba un penal a los Colombianos del América de Cali, serían nuestros momentos imborrables, nuestros diálogos en una vida de silencios, acompañados por la locura trivial de mi vieja que grita de alegría y se declara hincha cruzada sin saber de fútbol más de lo que sabe hacer pan amasado.Tantos años han pasado, y días atrás nuevamente nos encontramos en torno al balón como excusa, ahora yo con mi hijo en brazos, con mi viejo alto y su cabello de plata, escuchamos el desenlace del campeonato nacional por la radio en un departamento en Santiago. Seis años viviendo de segundos lugares, segundones, cotillón y mufa, para que esa tarde por la radio, operase el milagro. Saltamos de alegría tres generaciones y hablamos otra vez de fútbol con mi viejo, y hablamos otra vez, se rompe ese silencio vencido antes solo por mis gritos de auxilio desde un calabozo, un hospital, un matrimonio cuestionable, un divorcio inminente, una transferencia urgente, sin reajustes ni intereses.
Ese viaje en el tiempo, transcurre apenas durante unos segundos, antes de mi turno de hablar, de analizar esa pequeña imperfección del relato lanzado en la parrilla, que rompe mis silencios y me abriga. Y mis voz sale atropellada, ansiosa y frágil, como el grito de gol de un moribundo, como un efecto secundario de los viajes en el tiempo..