domingo, 1 de mayo de 2016

Taller literario 2. Mecánica de los pequeños rencores.

Nunca lo había imaginado, pero resulta que soy bastante rencoroso. Estaba leyendo el penúltimo libro del reconocido escritor que dirige el taller bajo el resguardo del cuadro de un perro sombrío, y ya no lo disfruté más que para analizar los yerros en su escritura basándome en sus propios consejos, advertencias y ademanes lingüísticos con que vapuleó a mis vampiros de pueblo.
¿Así que era demasiado inverosímil la aparición de un chupacabras? Pues a mí como abogado me parece bastante inverosímil que un juez "de instrucción" (nótese que pongo comillas), cite a un testigo a su despacho sin la presencia de un abogado para deslizar una teoría que puede inculparlo de un crimen, de la que no quedará ningún registro en el expediente. 
Tras el asesinato de un perro aparecieron unos PDI en la casa de los dueños para informar que se estaba frente a un delito. ¿En serio? ¿Acaso era el perro de Luksic? ¿Era Laika la perra que viajo al espacio? Porque francamente me parece mucho más inverosímil que los detectives de la PDI aparezcan amablemente ofreciéndose esclarecer la muerte de un can en la casa de sus dueños, a que un político de pueblo plantee en un discurso que el chupacabras anda suelto. Lo digo porque conozco gente que alguna vez fue asaltada a punta de pistola en su propia casa y los PDI no los invitaron a pasar ni al cuartel. Entonces cabe preguntarse ¿Cuáles son los límites de lo verosímil? Desde que leí mi primera historieta de Superman y acepté que Luisa Lane era incapaz de reconocer a Clark Kent solo por el uso de unas gafas, comprendí algo que me parece bastante básico, y eso es que los límites de la ficción están determinados por el pacto tácito que suscriben lector y autor para dar y aceptar una historia. En caso contrario, y ahora lo digo como lector, serìa imposible disfrutar de nada. Si someto cualquier lectura al análisis a voz en cuello, seguramente tendré que quedarme en mi biblioteca con libros de ciencia pura.
Y así, como atado a un rencor, seguí cargando contra el texto y apuntando febril los yerros gravitatorios de la novela del autor que párrafo a párrafo se iba convirtiendo en mi mente, en un siniestro y fumador padre Gatica.
¿Así que es una deslealtad hacia el lector, por parte del narrador omnisciente, informar que alguien murió sin contar, el cómo ni el por qué? Y qué me dice entonces de plantear en el primer cuarto de una novela que el protagonista puede haber auxiliado en el suicidio de su hermano y nunca más retomar esa línea argumental, ¿no es eso confundir al lector? 
El narrador en tercera persona no tiene humor, sólo muestra, sólo exhibe, no aparece, está mirando desde arriba!!. Así que no puede haber opinión, ¿eh? Entonces cómo se explica que tras describir una conducta de un par de detectives, el narrador concluya que se trata de "personas educadas y de buen trato", o bien, ¿qué significan esas sonoras conclusiones que se realiza sobre la suegra del protagonista? ¿no son opiniones del narrador omnisciente? ¿Dónde encuentro los límites entre la descripción y la opinión? ¿A veces sí y a veces no? ¿Nunca cuando aparecen vampiros contaminantes?
Me entusiasmé con lo que creí unas sólidas conclusiones y esperé el día viernes para lanzarlas tan pronto el director de orquesta terminara de vapulear al solista de turno con sus epítetos de costumbre.
Lamentablemente llegué atrasado y me perdí la primera media hora del taller. No sabía como reaccionaría el flaco narrador con mi tardanza, al tocar el timbre pensé que no abriría, y un alivio me embargó cuando me abrió la puerta con una sonrisa extendiéndome la mano y diciendome: "Hola Marco" (strike one). No presté atención, la gente a esa edad suele confundirse todo el tiempo de nombres y hasta con el nombre de la marca de pañales que usa, me dije. 
Saludé a todo el mundo y cuando me iba a sentar en el sillón que me proporciona la mayor lejanía con el humo del gigarro de nuestro anfitrión y al mismo tiempo me otorga su misma panorámica en sentido diagonal a su solio, advertí que una sonriente chica que no conocía, ya me lo había ganado. Okey, a chupar humo. Quedé frente a una colega que usa mi mismo apellido y que por efecto de llevar unos pantalones rosados con idéntica tela que el sillón en que estaba sentada, parecía uno de esos lisiados que solo tienen medio cuerpo y que extrañamente siguen viviendo. ¿Cual es el límite de lo verosímil?, me pregunté nuevamente.
Junto a mi amigo el tocayo Catalán, no vasco, había una mujer que nunca había visto. Era una mujer muy mujer, maduramente guapa, con unos ojos misteriosos de un color indescriptible y que recibía en su pelo una cantidad de nicotina tan elevada que imagino hasta las almohadas de su cama huelen a taller literario.
El dueño de casa estaba de buen humor aparentemente, pues se le notó especialmente locuaz y no recuerdo que destruyera  la obra de ningún escritor nacional. Tal vez la cena con Vargas LLosa había sido un éxito, si por éxito se puede considerar la posibilidad de que le haya lanzado alguna elegante pachotada que le provocara una ligera y nobel indigestión al festejado. Tras los comentarios desordenados tan propios de esa primera parte del taller, llegó el momento de la ignominia que implica leer públicamente la historia que se trae al análisis.
La chica sonriente de ojos grandes, previo a dar lectura se excuso de cualquier deformación profesional que pudiesemos notar en su texto, pues era periodista, y luego, con una voz meliflua, aunque profunda y entonada, leyó de manera impecable su creación. Ah! Dije yo, con esa voz mis vampiros sonarían mucho mejor!, al tiempo que comenzaba a tomar apuntes preparando la artillería de lo que imaginaba, el dueño del circo apuntaba en su mente implacable: "muchas quejas de exiliado; ¿un cordero en un departamento de ochenta metros cuadrados?, se viene fijo un inverosímil; no veo imágenes, no veo nada, solo bla bla bla; mucho discurso comunista; las primas muertas en un atentado perpetrado por el vecino de la infancia? Oh qué hice para merecer esto!! Iré al baño por un ravotril y no asesinarlos a todos." (Nota al margen: ¿incorporar terroristas musulmanes licántropos en mi novela? Too much?).
Llegó el momento de la antropofagia literaria grupal. El hombre regresó del baño una vez que la autora nos había aclarado que su padre no había sufrido ninguna apoplejía, que eso era pura invención, pero lo que pasó con sus primas, eso sí era cien por cien real. 
La ronda la inició la mujer muy mujer, y seguiriamos en sentido antihorario hasta terminar con "Marco", es decir, conmigo (strike two). Tal vez a MEO le dice Carlo Enriquez-Ominami?
La crítica en general apuntó más a la forma que al fondo, la redacción como crónica que ya nos había advertido la chica sonriente, y el maestro, para mi total desconcierto se mostró benevolente y hasta entusiasmado, al punto que encargó un cuento, a cuenta de los elementos más relevantes de la historia; cordero, musulmanes, terrorista, exiliados, Francia.
Esto me dejaba en una posición difícil, pues ahora cómo demonios podía sacar a colación su penúltima novela para descargar mis rencores sobre el maestro, si éste había tenido la gracia de efectuar alentadoras críticas constructivas a la lectura recién finalizada y encima, como de refilón se había dado el gusto de deslizar burlescamente un "y entonces me morí", que me resultó sospechosamente familiar.
Pese a la burla solapada, no logré reaccionar y sólo sonreí como un marido cornudo, sin lograr instalar mis temas, porque más encima, en treinta descorcentantes segundos, la mujer muy mujer se despachó, en una confesión certera, una asombrosa historia de pasión con uno de los pilotos que se estrellaron contra el pentágono y que no se sabía si realmente había muerto o era parte de la conspiración del 11-S. La historia impecable me dejó con la sucia imaginación evocando las persianas de "Nueve semanas y media", en un clásico del imaginario erótico mundial que es la relación entre el piloto y la asistente de vuelo.
La lección se alargó otro tanto y finalmente nos despedimos sin que yo lograra eliminar la bilis contenida durante tantos días, al punto que cuando el maestro me dijo "hasta la otra semana Marco" (strike three),  el perro del cuadro ennegrecido, me pareció que era un elefante muerto digno de una portada para la novela de José Donoso que más me gusta.
Más tarde el grupo felicitaría a la autora a traves de fraternales mensajes de whatssap a los que yo no me sumé. Seguramente la envidia y el rencor me comían en esos instantes, las constelaciones del intestino. Tarjé de mis apuntes la idea de incorporar hombres lobo musulmanes en mi novela, y apunté en su lugar: "incorporar a un ex piloto norteamericano de un programa de protección de testigos, vinculado con el ataque a las torres gemelas". 
Una vez en mi cama comencé la re lectura de una novela de un sujeto que nada en una piscina. 
Por cierto, no era nada personal.











 




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