Estoy asistiendo al taller literario de un importante y
reconocido escritor nacional. Un hombre a quien admiro con el mismo respeto que
siento por los plomeros y electricistas eficientes y honestos, pues poseen técnicas
que me resultan desconocidas y fascinantes como si de un sacerdocio se tratase.
El escritor en cuestión, posee la innegable capacidad de sembrar imágenes
mientras va relatando una historia, y además sus novelas tienen la cada vez más
rara virtud de soportar muy bien el paso del tiempo.
Anoche me correspondió afrontar el ignominioso momento de
leer en voz alta un texto de mi propia hechura, al calor de una estufa que
mezclada con el humo del cigarrillo del dueño de casa, contrastaba con la
sensación de encontrarme desnudo en la cordillera en pleno invierno, exponiendo
mis genitales a la comparación con un grupo de actores pornográficos.
El texto que escogí era uno sobre termoeléctricas y
contaminación en un pueblo pequeño, mezclado todo en una juguera con vampiros y
chupacabras. Un texto que yo imaginaba sería la delicia de Quentin Tarantino,
pero obviamente una elección arriesgada si el taller no es dirigido por Ed Wood
o Florcita Motuda.
No sin rubor, di comienzo a mi lectura ante la mirada atenta
del maestro sentado en su sillón, quien resguardado por la ennegrecida pintura
de un perro pastor alemán dormido, parecía un rey impartiendo justicia desde un
solio.
A los pocos párrafos comenzó a notarse su incomodidad, la
presencia del “chupacabras”, una muerte sin explicación alguna por parte del
narrador omnisciente, y una multiplicidad exasperante de generalidades y
descripciones turísticas, hicieron que al llegar apenas a la cuarta página, el
delgado escritor de mirada torva, abandonara el vaso de agua con limón y levantara su culo flaco del solio para
exigir un bolígrafo urgente con el que descuartizar las infames y básicas
letras de su pretendido discípulo.
El resto de la lectura fue tensa, el hombre trató de
mantenerse contenido, y yo sentí unas ligeras gotas de sudor colmándome el bozo
en la medida que los muertos resucitaban sin explicación alguna.
Cuando finalicé mi lectura, el silencio se apoderó de la
sala espectral en que el escritor imparte sus juicios. Observé su alargado
rostro exótico de pómulos altos y ojos pequeños, tan parecido a Christopher Lee
interpretando al conde Drácula, en una tensión que no le había visto ni
siquiera al emitir las más feroces opiniones sobre los que consideraba los más
repugnantes escritores nacionales. Por unos imperceptibles segundos, me pareció
llegar a ver postrado de impotencia, al rabioso tullido que habitaba la pensión
en la novela “La Ciudad Anterior”. Fue en ese fragmento de segundo, que me
pareció que el hombre tomaba una decisión, se levantó y se retiró. No sabemos
si se fue a contestar una llamada telefónica invisible, o si en realidad escapaba
para contenerse de la necesidad que cada músculo de su cuerpo y cada cutícula
de su genio, le imponían proceder en pos
de la destrucción impiadosa de aquella obra pueril, burda y freak, que además,
había sido inexplicablemente (o tal vez no tanto) avalada por el Estado de
Chile con sus fondos culturales. Tal vez se decidía a expulsarme por tener tan
poca seriedad con su taller. Tampoco sabemos si el escritor partió al baño,
simplemente a cagarse de la risa a solas, a quejarse de su mala fortuna por tener
que soportar la peor lectura de su vida sin reírse en la cara de este sufrido
narrador.
Durante esos incómodos minutos, los ojos de mis compañeros
de taller se mantuvieron expectantes y ansiosos por lo que habría de venir,
hasta que finalmente el escritor descendió a su solio y entregó la palabra a
los asistentes para que dieran inicio a ese esperado festín antropofágico y
fratricida que significa analizar la lectura de otros.
Las críticas de parte de mis compañeros fueron realizadas “con
todo respeto”, según me aseguraron más tarde vía mensaje de whatssapp, pero con
la misericordia que se concede y merecen los pederastas:
“Si voy a ser franca no me gustó para nada”; “demasiado poco
serio”; “mezclar un tema ambiental con vampiros”; “demasiada información”;
“incongruencias”; “demasiado desbordado que agota”; “temas serios y no serios
tomados de manera pueril”; “personajes grotescos”; “mucha palabra, mucho
contar, demasiada información, un patético collage” “parece la historia de un
amigo contando una historia a sus amigos”; “básico”.
Con la sola excepción de mi tocayo, un indulgente Vasco a
quien le pareció una lectura divertida, y la opinión de una chica que llevaba
medias negras en sus largas piernas, cuyo elogio consistió en consolarme con
que “tal vez la historia puede llegar a enganchar a mi hijo de 15 años”, se dio
paso a la sentencia del maestro.
Con su voz aguda y melodiosa, sólo interrumpida por un
natural tartamudeo de los niños ansiosos, anunció que la historia no era
creíble, no se definía en si era una historia de vampiros de esas que escriben y
gustan a un grupo de señoras menopáusicas, y la falta de antecedentes tales
como quién era, cómo luce, qué es el chupacabras, y la cereza del pastel se
coronaba con que, aun sin ser puristas, era algo elemental en la narrativa,
que no podía existir humor en el
narrador omnisciente, la tercera persona no puede opinar, no había en mi texto
ninguna distancia emotiva, y tampoco resultaba aceptable que se ocultara la información
al lector, se matara personajes sin explicar
las circunstancias, se cuestionó que los muertos no resucitan, y así un
largo etcétera para apenas 12 páginas de una historia que rendía tributo al
cine clase b) antes que a la buena narrativa.
Había que reestructurar la novela completamente desde la voz
del narrador. Yo ya tenía 70 páginas escritas y había que reescribirlo todo
cambiando la voz del puto narrador!!
Ya acribillado en el ascensor, terminada la jornada que se
extendió por media hora más de lo acordado en el contrato, el buen Vasco
indulgente intentó consolarme reiterando sus elogiosos comentarios de antes y
yo le expliqué que estaba bien, que sabía que era un riesgo traer una historia
de vampiros al taller de este connotado escritor, y le comenté que pudo haber
sido peor pues ni siquiera habíamos llegado a la parte en que los “Cerdos
Alienígenas” invadían una ciudad, y pude observar con regocijo que en su cara
se dibujaba una mueca de incredulidad. Seguimos caminando y conversamos sobre otros asuntos hasta llegar
a la estación del metro Tobalaba en que nos separamos. Nos despedimos con un
apretón de manos y antes de bajar la escalera me preguntó si era cierto eso que
le había dicho momentos antes, acerca de que más adelante en la novela aparecerían
cerdos alienígenas.
Yo solo sonreí.
Feliz día del Libro!!
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