sábado, 23 de abril de 2016

Mi primera Lectura en un Taller Literario

Estoy asistiendo al taller literario de un importante y reconocido escritor nacional. Un hombre a quien admiro con el mismo respeto que siento por los plomeros y electricistas eficientes y honestos, pues poseen técnicas que me resultan desconocidas y fascinantes como si de un sacerdocio se tratase. El escritor en cuestión, posee la innegable capacidad de sembrar imágenes mientras va relatando una historia, y además sus novelas tienen la cada vez más rara virtud de soportar muy bien el paso del tiempo.
Anoche me correspondió afrontar el ignominioso momento de leer en voz alta un texto de mi propia hechura, al calor de una estufa que mezclada con el humo del cigarrillo del dueño de casa, contrastaba con la sensación de encontrarme desnudo en la cordillera en pleno invierno, exponiendo mis genitales a la comparación con un grupo de actores pornográficos.  
El texto que escogí era uno sobre termoeléctricas y contaminación en un pueblo pequeño, mezclado todo en una juguera con vampiros y chupacabras. Un texto que yo imaginaba sería la delicia de Quentin Tarantino, pero obviamente una elección arriesgada si el taller no es dirigido por Ed Wood o Florcita Motuda.
No sin rubor, di comienzo a mi lectura ante la mirada atenta del maestro sentado en su sillón, quien resguardado por la ennegrecida pintura de un perro pastor alemán dormido, parecía un rey impartiendo justicia desde un solio. 
A los pocos párrafos comenzó a notarse su incomodidad, la presencia del “chupacabras”, una muerte sin explicación alguna por parte del narrador omnisciente, y una multiplicidad exasperante de generalidades y descripciones turísticas, hicieron que al llegar apenas a la cuarta página, el delgado escritor de mirada torva, abandonara el vaso de agua con limón  y levantara su culo flaco del solio para exigir un bolígrafo urgente con el que descuartizar las infames y básicas letras de su pretendido discípulo.
El resto de la lectura fue tensa, el hombre trató de mantenerse contenido, y yo sentí unas ligeras gotas de sudor colmándome el bozo en la medida que los muertos resucitaban sin explicación alguna.
Cuando finalicé mi lectura, el silencio se apoderó de la sala espectral en que el escritor imparte sus juicios. Observé su alargado rostro exótico de pómulos altos y ojos pequeños, tan parecido a Christopher Lee interpretando al conde Drácula, en una tensión que no le había visto ni siquiera al emitir las más feroces opiniones sobre los que consideraba los más repugnantes escritores nacionales. Por unos imperceptibles segundos, me pareció llegar a ver postrado de impotencia, al rabioso tullido que habitaba la pensión en la novela “La Ciudad Anterior”. Fue en ese fragmento de segundo, que me pareció que el hombre tomaba una decisión, se levantó y se retiró. No sabemos si se fue a contestar una llamada telefónica invisible, o si en realidad escapaba para contenerse de la necesidad que cada músculo de su cuerpo y cada cutícula de su genio, le imponían  proceder en pos de la destrucción impiadosa de aquella obra pueril, burda y freak, que además, había sido inexplicablemente (o tal vez no tanto) avalada por el Estado de Chile con sus fondos culturales. Tal vez se decidía a expulsarme por tener tan poca seriedad con su taller. Tampoco sabemos si el escritor partió al baño, simplemente a cagarse de la risa a solas, a quejarse de su mala fortuna por tener que soportar la peor lectura de su vida sin reírse en la cara de este sufrido narrador.
Durante esos incómodos minutos, los ojos de mis compañeros de taller se mantuvieron expectantes y ansiosos por lo que habría de venir, hasta que finalmente el escritor descendió a su solio y entregó la palabra a los asistentes para que dieran inicio a ese esperado festín antropofágico y fratricida que significa analizar la lectura de otros.
Las críticas de parte de mis compañeros fueron realizadas “con todo respeto”, según me aseguraron más tarde vía mensaje de whatssapp, pero con la misericordia que se concede y merecen los pederastas:
“Si voy a ser franca no me gustó para nada”; “demasiado poco serio”; “mezclar un tema ambiental con vampiros”; “demasiada información”; “incongruencias”; “demasiado desbordado que agota”; “temas serios y no serios tomados de manera pueril”; “personajes grotescos”; “mucha palabra, mucho contar, demasiada información, un patético collage” “parece la historia de un amigo contando una historia a sus amigos”; “básico”.
Con la sola excepción de mi tocayo, un indulgente Vasco a quien le pareció una lectura divertida, y la opinión de una chica que llevaba medias negras en sus largas piernas, cuyo elogio consistió en consolarme con que “tal vez la historia puede llegar a enganchar a mi hijo de 15 años”, se dio paso a la sentencia del maestro.
Con su voz aguda y melodiosa, sólo interrumpida por un natural tartamudeo de los niños ansiosos, anunció que la historia no era creíble, no se definía en si era una historia de vampiros de esas que escriben y gustan a un grupo de señoras menopáusicas, y la falta de antecedentes tales como quién era, cómo luce, qué es el chupacabras, y la cereza del pastel se coronaba con que, aun sin ser puristas, era algo elemental en la narrativa, que  no podía existir humor en el narrador omnisciente, la tercera persona no puede opinar, no había en mi texto ninguna distancia emotiva, y tampoco resultaba aceptable que se ocultara la información al lector, se matara personajes sin explicar  las circunstancias, se cuestionó que los muertos no resucitan, y así un largo etcétera para apenas 12 páginas de una historia que rendía tributo al cine clase b) antes que a la buena narrativa.
Había que reestructurar la novela completamente desde la voz del narrador. Yo ya tenía 70 páginas escritas y había que reescribirlo todo cambiando la voz del puto narrador!!
Ya acribillado en el ascensor, terminada la jornada que se extendió por media hora más de lo acordado en el contrato, el buen Vasco indulgente intentó consolarme reiterando sus elogiosos comentarios de antes y yo le expliqué que estaba bien, que sabía que era un riesgo traer una historia de vampiros al taller de este connotado escritor, y le comenté que pudo haber sido peor pues ni siquiera habíamos llegado a la parte en que los “Cerdos Alienígenas” invadían una ciudad, y pude observar con regocijo que en su cara se dibujaba una mueca de incredulidad. Seguimos caminando y  conversamos sobre otros asuntos hasta llegar a la estación del metro Tobalaba en que nos separamos. Nos despedimos con un apretón de manos y antes de bajar la escalera me preguntó si era cierto eso que le había dicho momentos antes, acerca de que más adelante en la novela aparecerían cerdos alienígenas.
Yo solo sonreí.


Feliz día del Libro!!


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