Lo interesante radicaba en que se conjugaron dos eventos que formaron parte importante de mi vida como pubescente. Cuando era niño y me preguntaron alguna vez qué quería ser cuando grande, pregunta aparentemente ineludible y que comienza a forjar el destino de las personas, yo respondí que quería ser bombero, y todos se rieron, pues los bomberos no ganan dinero, me explicaron, entonces dije que para ganar dinero quería ser guionista para la DC Comics en gringolandia y escribir las mejores historias de Batman y Superman que nunca jamás se hayan escrito. Otra vez se rieron de mi. Fue mi hermano mayor, ese individuo tan brillante en el virulento arte de la provocación y el denuesto, el que auguró que por mi genio solo me daría para atender un kiosco de revistas porno en la plaza. A mi no me hizo gracia. Yo sabía que lo mío era escribir y esa semana, amparado por una amigdalitis purulenta, entre fiebres y hojas de periódicos con cerote de vela aplastando mi pecho, dibujé una historieta donde dos hermanos se enfrentaban en una galaxia muy muy lejana, y en que tras derrotar el más pequeño y bondadoso al hermano mayor, malvado y brutal, en un acto de heroica misericordia lo rescata de caer a un foso de gusanos espaciales carnívoros y le perdona sus fechorías para traerlo de vuelta al lado luminoso y ponerlo a trabajar como su fiel escudero.
Cuando llegaba la época de la Feria del Libro de Santiago, mi tía favorita que vivía en la capital, se las arreglaba para concertarme alguna hora médica por cualquier dolencia hipocondriaca que yo manifestara a fin de que la visitara y fueramos juntos a la feria. Para mi era una maravilla absoluta. Yo que disfrutaba de las silenciosas bibliotecas, me encontraba ahora en un ambiente festivo que le rendía un verdadero culto al libro y sus autores. Habian historietas importadas, libros de autores desconocidos y gente que parecía muy cool haciendo de clientes en cada stand, cosa impensada en provincia, donde las ferias de libros se nutrían de textos escolares, novelas de lectura obligatoria en los colegios, enciclopedias Salvat y cuentos infantiles archirrepetidos.
Yo alucinaba con cada portada de libro y mi tía, por su parte, gastaba orgullosa por tener un sobrino tan letrado. Ella no sabía que yo leía como un acto de preparación para un fin más ambicioso: escribir y algún dia aparecer en los escaparates de la Filsa y las librerías.
Lamentablemente, casi al llegar a la adolescencia, la escuela me hizo tragar textos obligatorios, y así, entre Pericos trepando por Chile y diarios de Ana Frank mediante, dejé los libros de lado hasta que varios años después la maestra de castellano a quien apodabamos cariñosamente como Jurel, me reencantó con Huidobro y con El socio de Jenaro Prieto.
Por suerte, en mi época sin lectura, en el radar de mi vida apareció el rock and roll. Por el rock and roll me refiero a los Guns and Roses con su Paradise City y la pinta estrafalaria de sus integrantes. Fue un golpe de adrenalina, rebeldía y desparpajo para mí y para los de mi generación, una que parecía condenada a soportar el canto nuevo remasterizado para la democracia de los acuerdos, el rock (?) latino, al dulce Bon Jovi, el empalagoso Rick Astley, el monstruoso Michael Jackson y la sucia Madonna. No es que fueran malos, pero al final del día eran pop, y esa era una época de crecimiento personal y de entender lo que ocurría en esa sociedad extraña del fracaso de los "ismos". Para mi generación parecía necesario desconectarse de los vagos ideales y comprender finalmente que ese mundo que no lograron armar nuestros padres, no iba a existir jamás. Nada de sociedad colectiva y solidaria, nada de emprendimiento personal, honesto y meritocrático. Entendíamos que en la selva de cemento, comenzaba a ganar el egoísmo, la astucia y los placeres como motores del desarrollo. You are in the jungle baby, you're gonna die!!!!
Y así fue que anoche nos reencontramos miles de almas en el Estadio Nacional, con nuestro ídolo Axl Rose, más entrado en carnes, como mis amigos Cris y Pablo a quienes me encontré en la tienda de Merchandising, más pelados que saludables, pero felices del reencuentro.
El público en general, pajero, escaso de brincos, exceptuando algunos pendejos ebrios o fumados que movían sus brazos como reggaetoneros observando a nuestra banda como si se tratara de un museo vivo.
Tocaron sin grandes aspavientos los guns, nada de excesos ni efectismos en el escenario. Solo los Guns y algunos fuegos artificiales discretos. Cada canción nos trajo recuerdos. Abrieron con Its so easy, con el bajo potente de Duff y de inmediato me transporté a la casa del Calipe, amigo de infancia y barrio, eximio guitarrista con quien nos juntabamos a tocar y hacer grabaciones en un casette, yo con una caja y un plato, el junto a su poderosa Fender y toda una colección de discos, donde los Guns eran sus ídolos. El hacía de Slash, yo de Axl.
Con Sweet Child o'mine, recordé mi primera vez cantando con la banda del colegio compuesta por el Tuno, el Blanché y el Soto (quien finalmente fue el único que se hizo músico profesional en un célebre grupo de cumbia Sound Sound Sound).
Fue para el aniversario del colegio, que alentado por una petaca de Ron Silver, moviendo mis flacas caderas liceanas, debuté como flamante frontman tras quitarle el puesto al guatón Correa, pues su falsete a lo Axl era demasiado afeminado, en comparación al que yo lograba hacer, que era afilado, eléctrico y casi idéntico al de William Stephen Bailey.
Fue la gloria. November Rain me trajo a la memoria una presentación en el colegio ETP, en que llevamos al Martillo Grau a tocar el órgano. Recuerdo que en la introducción entré mal las tres veces, causando el malestar del pianista. Knockin on Heaven's doors me llevó a esa mañana aciaga en que me hicieron cantar por primera vez a Metallica con For whom the bell tols, logrando mi desafinación, que el público asistente al Salón La Merced, esto es, todo el colegio, optara por retirarse horrorizados y fastidiados por mi versión Axelística y tercer mundista del clásico del metal. Con tristeza observé entre los desertores del respetable, hasta a mi propia hermana, cual Pedro negando a Jesucristo. Solo quedaron los más fieles a la banda, los más fanáticos GN'Rs: el Oso Barra; el chino Lay; el guatón LLópez; Pete el Petete, Pedro Pesenti, el chino Cerda, el huaso Fredes y mi partner don Franklin Carreño. Aguantaron estoicos lis muchachos, el abrumador tema de Metallica y nos acompañaron luego cantando Patience. Fue esa la mañana en que salí del Rock. Me cambiaron luego por el Popeye, un chico vulgar que podía cantar con falsete de monstruo obscuro y dead metal, para interpretar el nuevo repertorio de la banda que anunciaba girar ahora hacia temas de Metallica y que luego irían por el grunge de Nirvana que era lo que la llevaba. Al poco andar la banda dejaría de existir y cuando me ungieron como Presidente del Centro de Alumnos, cumplí con mi promesa de que volvería el Rock, y al Tuno, el guitarrista de la banda, a quien le reprochaban ser muy chamullento en los solos de Slash, le encargué que sacara un punteo estruendoso con el himno del colegio para recobrar el orgullo liceano que tras varias generaciones de apatía, ahora todos corearon con la mano en el corazón cantando brillando está en el horizonte el sol.
Si, anoche en el Nacional junto a Axl, Duff, Slash, mi hijo, mi compañera de colegio y toda esa generación que no tuvo educación gratuita, esa generación que paga el crédito universitario y el hipotecario al mismo tiempo, que se la afilaron las Afpes y las Isapres, que paga global complementario, que le retienen la devolución de impuestos por cualquier pavada, esa generación vacunada por seguros, tag, masterplop y cuanta cosa nos regaló la democracia, fuimos otra vez esos chicos, los del desparpajo del chino Ríos, los que soñaban con ser rockeros o escritores bebiendo bourbon, sin ansias totalitarias ni candidamente megalómanas por cambiar el mundo, esa generación de desencantados y cínicos por el fracaso de sus mayores, pues ya lo sabiamos, Axl hizo bien en advertírnoslo, estás en la jungla, Baby, y vas a morir.