miércoles, 22 de marzo de 2017

Charly Nepali. 3 Pokhara, refugio y paz.

La experiencia sobrevolando el Himalaya fue sencillamente magnífica y trascendental en todo aquello que significó hacerme zapatear el corazón como un niño, como ese niño que fui alguna vez y que corría feliz a un kiosco a comprar una historieta cuando lograba juntar dinero.
Regresé al hotel y desayuné una típica vianda de comida nepali. Más tarde Bipin, mi nuevo amigo guía, me pasó a buscar para ir a conocer la World Peace Pagoda, un templo enclavado sobre un monte con hermosas vistas dedicado a Buda. Previo a ello recorremos un templo y observamos en un paseo unas estatuas muy feas con representaciones de las distintas castas típicas del lugar. Me recuerdan la estatua del minero de brazos desproporcionados que está en el acceso de Freirina en el norte chico de Chile. También me lo recuerdan los distintos cortes en los cerros del valle, cuyas terrazas miran al río y los cerros del frente. La distancia no es mucha, excepto que aquí la pobreza material es superior, las mujeres deben subir varios kilómetros de cerro con el cesto cargado a su espalda sostenido con la frente y la fortaleza de su cuello, para así contar con agua potable en sus hogares. 
Las casas son las mismas que han habitado varias generaciones de familias, están hechas de un especial adobe compuesto por finas ramitas y barro. Es pobreza material la que se ve, pero que se contrapone a la riqueza de mantener sus tradiciones, la crianza de aves de corral y animales para leche y carne, sus vestimentas y su forma de vida, aún no contaminada ni absorvida por la visión del hombre occidental, aunque se aprecien ya en los centros urbanos más poblados, sus primeras influencias. En la mantención innata de sus tradiciones familiares y sus creencias religiosas pacíficas firmemente arraigadas en sus corazones, es que se distancian en su pobreza de la pobreza en nuestro norte intervenido materialmente por un estado subsidiario que entrega a los necesitados conjuntos habitacionales compuestos por casas uniformes de ladrillos rojos sin identidad. Traen un confortable alcantarillado, luz eléctrica y agua potable, generando poblaciones allí donde existían aldeas y tradiciones que terminan en el olvido.





El día está soleado y luminoso. En el ascenso puedo ver la ciudad y las montañas. Afortunadamente hay unos pocos turistas y ningún peregrino. Luego vamos a un campo de refugiados tibetanos donde las mujeres fabrican telares y alfombras hechas a mano. Compro una bajada de cama con un elefantito para mi hijo Lucca confeccionado por alguna tibetana refugiada de primera generación.
Los tibetanos empezaron a llegar de China a través de la cordillera del Himalaya en 1959, cuando se completó la ocupación de Tíbet por Pekín. Es un cruce peligroso. Este, según las fotografías, es uno de los primeros campos de refugiados y fue visitado por el propio Dalai Lama.

Me explican que los tibetanos que parten al exilio lo hacen con el objetivo de encontrar refugio en Nepal o atravesar el país para llegar a India. 
Un pequeño número fue procesado por las autoridades y alojado en un centro para refugiados de la capital en Katmandú.
Los que partieron al exilio conjuntamente con el Dalai Lama son los llamados refugiados de primera generación y son los que gozan de mayores derechos. Solo una minoría de tibetanos de segunda generación ha obtenido la nacionalidad nepalí, lo que significa que la inmensa mayoría vive en la ilegalidad. Para el gobierno de Nepal, pese al desorden evidente de sus estructuras en que uno podría pensar que la entrega de la residencia nepali es cosa fácil, en el caso de los tibetanos de segunda generación el tema no es nada sencillo, particularmente por la presión impuesta desde China, una de los principales inversionistas del país, de manera que los tibetanos de exilio reciente viven en la más absoluta marginalidad.

De 1991 a 2008, llegaron al año un promedio de 2.200 tibetanos, según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados. Solo 171 lo hicieron en 2013, y muchos menos de ahí en más.

Una de las razones es que la creciente economía china ha persuadido a muchos tibetanos a que se quedaran en casa. Incluso algunos de ellos se están volviendo al Tíbet después de años de exilio. Pero la disminución del número de inmigrantes tibetanos en Nepal también sugiere fuertemente que el que fuera alguna vez el acogedor gobierno de Nepal ha sido presionado por China para cerrar la puerta a través de controles más estrictos en sus fronteras. 

Finalmente llegamos a la Shanti Stupa o pagoda de la paz (World Peace Pagoda). Zapatos fuera, vistas, aire puro y fotografías de rigor. Siendo franco, nada muy espiritual, excepto las vistas a la montaña y al lago Fewa. Los visitantes, aunque son pocos, destacan irrespetuosos y contribuyen a disminuir el encanto de estar en un lugar sagrado, algunos de ellos ruidosos chinos y jóvenes locales que se ríen quien sabe de qué. 




El templo está construido sobre el monte Ananda a unos 1100 metros de altura y contiene algunas reliquias de Buda. Es una de las 12 Stupas que contienen alguna reliquia de Budha. La otra que está en territorio nepalés es la de Lumbini, el resto están todas en India.

Posteriormente descendemos por un cerro escarpado de suelo humedecido y es cuando me caigo de culo varias veces gracias al auspicio de mis zapatillas de trekking que no fueron tales. Gracias Under Armour.

Una vez en el lago Fewa nos montamos en una canoa con tracción humana. Es un paseo tranquilo hasta la otra orilla para almorzar y beber una cerveza. Más tarde recorremos una pequeña represa que está en plena ciudad y que Bipin me exhibe con orgullo. Paseamos por el sector comercial no turístico de Pokhara que  se revela muy distinto y mucho más barato que el sector turístico junto al lago cercano a mi hotel. 

Por la noche salimos en una motocicleta tipo vespa como las que sobreabundan en la ciudad, a recorrer el camino junto al lago y cenamos en una galería especializada en recibir turistas y nos agasajamos observando unos bailes tradicionales en un restaurante que me imagino cumple una función simil de las parrillas con show de tango con que se engatusan a los turistas en mi Buenos Aires querido. 



La hospitalidad es innata. Es un sitio humilde, pero en cada paso y en cada ejecución de sus instrumentos tribales se nota que están dando lo mejor de sí. Me siento como el Sr . Williams en la fiesta de Bienvenida en el palacio del Sr. Han en Operación Dragón.


El camino al hotel lo hacemos recorriendo la orilla del lago y resulta imposible perderse, pues es recto e iluminado, lleno de tiendas de ropa y souvenirs. Tras una larga negociación con Bipin, que no me quiere perder de vista a sol ni sombra, consigo que se vaya a dormir y que me deje regresar solo. En el camino voy atravesando diversos recovecos de la ciudad, tomo un taxi y le pido que me lleve donde la gente local se divierte y pueda escuchar algo de música en vivo. Me lleva a un sector en el centro a menos de dos minutos e ingreso a un bar que queda subiendo una larga escalinata. Adentro me pido una cerveza Everest, mientras una banda de chicos nepaleses de no mas de 16 años tocan a los Rolling Stones, a Metallica y muchas canciones de Nirvana del álbum Bleach. Tocan magnificamente aunque el inglés del vocalista es tan correcto como mi italiano. Cruzo luego a una cafetería y me permito un espresso pequeño mientras me conecto al wifi para conectarme con el otro lado del mundo. Finalmente regreso caminando al hotel, sacando fotosa los escaparates para enviar a Chile muestras para que escojan regalitos.
Me duermo observando la belleza del reflejo de la luna en la montaña. Es noche de Super Luna. La vista es conmovedora.






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