Veinte años antes la misma llamada la hizo mi hermana: "está en el hospital con un ataque al corazón", media hora después el diagnóstico pasó a arritmia cardiaca aguda. Los procedimientos fueron similares, pero con los actores más viejos. Ahora mi vieja deambulaba perdida por las calles de Valparaiso buscando el hospital Gustavo Friecke, veinte años atrás lo sacaba a la fuerza del hospital de Copiapó secuestrando cardiólogos para subirlo a un avión rumbo a Santiago para que no le mataran al marido los doctores de provincia. Ahora la vieja demostraba que seguía siendo la misma leona incombustible de siempre, autorizaba operaciones con 99% de riesgo vital y lo subía a un helicóptero a la mejor clínica que existiera dentro del territorio nacional. No reparando en gastos, vida o muerte, luchar o morir. Horas de angustia, acompañada por mi tía, la hermana mayor del viejo, luego mi hermana, esa versión remasterizada y simpática de la mamá, luego mi hermano mayor convertido en una miel de angustias.
Todo era tiempo. Parecía un partido de fútbol de semifinales de la Copa Libertadores como visitante: "lo importante es aguantar los primeros quince minutos"; "hay que mantener el cero hasta el entretiempo"; "ojalá una contra y un gol antes de ir al descanso"; "fue vital operarlo antes de las seis horas del acv"; "ya pasó las primeras 6 horas tras la cirugía, lo importante es que no tenga una transformación hemorrágica"; "las primeras 36 horas son claves". Números, códigos, claves en lunfardo de batas blancas que intentan con soberbia ganarle el gallito a la parca.
Yo solo recibo los reportes por el celular vía WhatsApp, no recuerdo si sentado de copiloto o en una tierna posición fetal en el asiento de atrás de una SUV que manejaba mi jefe.
Llegué a Santiago a las 3:00 am, cerca de seis horas de viaje por tierra con un malestar punzante en el cerebro del estómago y en los recuerdos con reproches innecesarios. Nunca hablamos, me retumbaba en el pecho, nunca hablamos. Cuánto tiempo perdido, pensaba, cuántas horas de silencio.
Pasé al departamento, besé a mi mujer y miré dormir a mi hijo y me fui a la clínica en un Uber con un chófer que tras las conversaciones y averiguaciones de rigor me deseó suerte con el viejo.
Mi familia eran los únicos que estaban desparramados en la UTI de la clínica, la vieja, mi hermana y sus chicos y el flaco, y mi hermano caminando como Rocky Balboa en un congelador de carne sin reses para golpear. Todos con una cara demasiado expresiva, como perros inquietos que no comprenden por qué demonios dios los apalea tanto. Abrazos de rigor, explicaciones de doctor y la vieja que se acerca como una negrura en la tempestad y me dice que hay que estar preparados para lo peor. Pero yo no estoy preparado para lo peor, yo aun no he cruzado palabras con mi viejo en toda la vida. No puede ser, me digo sin responderle, hace tan poco lo hice abuelo, hace tan poco, hay tanto que debe decirme, tanto por explicarmos, tantas horas por recobrar. Si sale de esta juro que me lo llevo al mundial de Rusia. La constatación de la mortalidad de tus padres es un signo de madurez, escuché o leí alguna vez. Yo no lo tenía. Cuando supe que era un acv y que debían extraerle manualmente el coágulo y podía morir sentí como un puño de dios golpeándome el esófago. Ya había muerto Lou Reed, Bowie, y Muhammad Ali. Ya se había muerto Fidel, y Leonard Cohen no volvería jamás a cantar el "I'm your Man" que el papá le dedicaba a mi vieja en tono de broma pero casi en serio. Era el ciclo de la vida, me anunciaba la razón, así como Batman, Superman y yo mismo habiamos crecido y tenido hijos, estaba también la otra cara de la moneda.
Pero sobrevivió y llegó el día siguiente.
"Ha estado lúcido en todo momento", me dicen, "me dijo que saliendo de aquí se quiere ir a vivir con nosotros"; "me dijo que terminara la carrera"; "me dijo que vuelva a vivir con mi pareja"; me dijo esto y lo otro.
A todos les dijo algo en ese estado deslenguado de enfermo semiconsciente cuyo daño cerebral del hemisferio derecho emancipaba con desparpajo a un desconocido espíritu indomable del otro hemisferio. Ese lado oscuro de su luna personal siempre tan contenido en su vida monástica, quedaba ahora a cargo del buque.
Exigía que lo bajaran de la cama, que lo llevaran al baño, que nada de pañales, que la UTI era peor que el hotel del infierno. Me agarró la mano, no me dijo nada excepto que estaba bien. Nada de consejos de revés como hizo con el resto. Yo llevaba un parlante y le puse de esa música espiritual de los hindúes y algunos mantras tibetanos de sanación. Me recordé lo cómodo que era ser creyente en días como estos.
Pasaron las horas, el viejo luchaba contra los momentos más críticos y me pidió cambiar la música, Tom Waits, dijo con una voz de Leonard Cohen de ultratumba. Charly pone "All the world is green", deja la música oriental solo para cuando me vaya a dormir o me vas a matar del aburrimiento, y así lo hice.
"Pretend that you owe me nothing
And all the world is green
We can bring back the old days again
And all the world is green"
Lo noté más feliz, más conectado, la música siempre lo transportaba a lugares felices que solo le pertenecían a él, como cuando se pasaba las noches mirando las estrellas en el cielo antes de irse a dormir cuando viviamos en Rigoberto Aracena 1016 en Copiapó.
Le armé un playlist para el día siguiente. Cohen, Cash, Waits, Nelson, y White Stripes pues queria escuchar Jolene, Jolene, Jolene, Jolene. No me dijo nada, se limitó a escuchar con agrado, sin confesiones, consejos ni despedidas de extrema unción, pero al segundo tema me pidió "Father and Son" de Cat Stevens y me pidió además que le fuera traduciendo la letra:
"Hay tanto que tienes que saber.
Encuentra una muchacha, establécete,
Si quieres puedes casarte.
Mírame, yo soy viejo, pero estoy contento.
Yo fui como tu, y sé que no es fácil".
Fue cuando comprendí. Siempre había sido así entre nosotros, ese era nuestro diálogo, nuestro código morse, nuestro lenguaje. Nos comunicabamos en una frecuencia diferente y él lo sabía desde mucho antes que yo me enterara. Siempre lo supo el viejo, y recordé cuando hace muchos años atrás íbamos en el auto y en la compactera sonaban los Fabulosos Cadillacs con el "vos sabés" y como si nada largó "esa canción es buena". Nada más, y siguió manejando.
El papá me enseñó a tocar la guitarra, ¿la primera canción que aprendí? "Mi viejo", de Piero, que en nada se parece a él, pero no por eso deja de ser un símbolo potente, como las primeras figuras dibujadas por los hombres de las cavernas para decir aquí estoy, yo soy, esto somos.
Una melodía, una frecuencia de ondas muy distintas pero indisolubles. Nuestra comunicación se revelaba como el canto de los delfines.
Leí que el cerebro de un delfín es superior al de un ser humano, no sólo en tamaño sino que también en relación a su estructura: el córtex, la parte más nueva evolutivamente hablando del cerebro y la zona donde se genera la conciencia de uno mismo y del entorno, es más compleja en los delfines que en los humanos. Ello ha llevado a que algunos investigadores hayan llegado a la conclusión de que el intelecto del delfín es superior al nuestro, aunque distinto. Nosotros somos especialistas en adaptar el medio a nuestras necesidades; en cambio, los delfines estarían mejor preparados para aprovechar todas las posibilidades que les ofrece el medio en el que viven, pero sin alterarlo. Suelen andar en grupo cerca de las costas y están entre los animales que más interactúan con el ser humano. Usan la ecolocalización para orientarse, así como los sonidos y la danza para interactuar y comunicarse y se ha dicho últimamente que hasta pueden llamarse por su nombre.
Costaba entenderle al papá lo que pedía escuchar, una voz gastada, problemas de deglución y media boca caída pero aun así se las ingenió para deletrear que la canción era "Save the last dance for me", porque le gustaba ver a Bruce Springsteen en el concierto sacando a bailar a su madre anciana ante la multitud.
"Para que la bailes con tu mamá", me dijo y se le escuchó a la perfección ese imperativo. Entonces busqué y encontré una versión interpretada por Leonard Cohen, y ahí, entre los cables, los sueros y los desfibriladores de la Unidad de Tratamientos Intensivos, saqué a bailar a mi vieja, riendo abrazados como en una ranchera, ante la mirada atenta y cómplice del papá en esa suerte de baile que gambeteó a la muerte, como delfines aprovechando el entorno para celebrar la vida.
Tuve la certeza al fin, que ese no sería el último baile.
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