sábado, 6 de junio de 2015

De por qué amo a los gatos y odio a las suegras.

Quiero dejar muy en claro, que mi malestar respecto de las suegras, guarda relación únicamente con el concepto, la abstracción compleja del término "suegras". Se trata de una lucha con su esencia más intrínseca, una cuestión ontológica, por lo que no busca particularizar la odiosidad con ninguna persona concretamente. Por lo mismo, advierto desde ya, a quienes sufran de la misma odiosidad, que no intenten en sus casas jamás el ejercicio de fastidiar a sus suegras. Es peligroso y nunca, atención, NUNCA, van a ganar, como podrán observar a través de mi triste experiencia. 
Al igual que en los Casinos, siempre gana la casa y en cuestiones de amor, las suegras son lo peor.
Es lo que traté de explicarle a un amigo que solía fastidiar a su suegra los pocos días del año en que ella los visitaba. Para qué hombre, no seas huevón, le advertí, lleva la fiesta en paz, por último hazlo por amor a tu mujer.
Le relaté la historia de un viejo cliente y su tragedia, a fin de persuadirlo a que terminara con su estúpida provocación. Se trataba de un hombre que llegó a mi consulta porque quería divorciarse de su mujer. Ambos eran uniformados y vivían con la suegra metida en la casa. El la detestaba y aun cuando todavía quería a su mujer, no la amaba lo suficiente como para seguir bancandose a la vieja insoportable. El tono de su voz, su aroma, "el sonido que hace al mascar me está volviendo loco!", me decía el hombre. 
El asunto es que la suegra se olió el asunto y preparó un plan para cargarse al sujeto antes de que se divorciara de su hija, pues casados en separación de bienes como estaban, no le convenía el divorcio. Para su princesa, era mejor la herencia. Aprovechando una ocasión en que su hija estaba de guardia, le preparó una cena a mi cliente. Un jugoso filete con papas y un buen vino, sorprendieron al hombre que se los zampó agradecido y asombrado. Eso fue lo último que logró recordar, hasta que despertó desnudo en su cama, con los gritos destemplados de su mujer apuntándole con su arma de servicio, y los gritos mujeriles despavoridos de un travesti que trataba de cubrirse a su lado de la cama. Luego el sonido de los disparos y la voz de la suegra en la obscuridad: "hombre asqueroso".
Según mi cliente, la suegra le puso algo en el vino en la cena, lo durmió, contrató a un puto y llamó a su hija, quien al llegar reaccionó como reaccionaria cualquier mujer con licencia para portar armas frente a esa traumática escena. Lamentablemente para la suegra, mi cliente sobrevivió los disparos, aunque lo dieron de baja del ejército y su historia fue un festín en la prensa pop: "mujer balea a oficial de ejército tras descubrirlo atravesado con el fusil de un travesti".
Mi amigo me mira con cara de no creer lo que acabo de relatar, pero le aseguro que es cierto, que puede buscar en internet la historia si quiere confirmarla. Insisto en recordarle que con las suegras hay que ir con cuidado, que es mejor cultivar la paciencia antes que botarse a cabrón, y eso que yo tengo también mis motivos para detestarlas.
Así como detesto a las suegras, adoro a los gatos, y ojo que no soy homosexual. Baudelaire los amaba y hasta les dedicaba hermosos poemas (ven bello gato a mi amoroso pecho), Joaquín Sabina (más amante de gatas que de perros), Haruki Murakami y Charles Bukowski, también. Las razones, seguro son las mismas para todos. Los gatos no fastidian, son suaves y eléctricos, son tigres en bonsai, ninguno es igual a otro, tienen verdadera personalidad como Charly García y sólo hablan con aquellos que consideran dignos de ese privilegio. Al resto, con quienes no comparten, los consideran seres insignificantes, aburridos elementos de relleno. ¿Cómo no disfrutar de semejante compañía?
La primera chica de la que me enamoré, precisamente tenía cara de gato. Se parecía a "Benito" de la pandilla de don Gato, pues era bajita, de rostro redondo y un culito "perfect". Nos divertíamos en grande bebiendo y follando como conejos pubertosos. Bebíamos ron de marca "ron silver", también  abundante cerveza, nos tocábamos como gatos en celo y ni bien pillábamos una pieza vacía, un baño desocupado o un rincón obscuro, ya estábamos otra vez dándole guaraca. En ocasiones yo me metía por las noches por la ventana de su departamento, que estaba en un primer piso, directamente a su pieza, que quedaba al lado de la pieza de su madre, y en un acto de irracional adolescencia, intentábamos infructuosamente practicar sexo anal. Como todos sabemos es una práctica dificultosa, y así por el ruido que metimos intentando hacer la magia, en una ocasión terminé escondido bajo el catre de su cama, observando los pies de la suegra, como observaba el gato Tom de "Tom y Jerry" los pies de su ama, revisando la habitación aromatizada por nuestros genitales, mientras chica gato se hacia la dormida ronroneando para no levantar sospechas.
La suegra podía olerme, así como yo olía que no le gustaba nada mi presencia  de rockero flacucho para el brillante futuro universitario que tenía trazado para su princesa, quien con los años se convirtió en la versión femenina del Dr. House. Bueno, nunca tanto genio, pero es lo que me digo cuando la veo manejando su Mercedes, al recordar con una sonrisa nostálgica que follábamos sobre el comedor de la casa de mis viejos, cuando Austria le empató a la selección en el último minuto, en Francia 98, y tuve el orgasmo más triste de mi vida.
Con los años, más maduro, volví a enamorarme. Tras perder a chica gato, me dediqué a coleccionar gatos de verdad y logré traspasar esa afición a mi nuevo amor. 
Mi nuevo amor fue una chica flaca y diminuta, con la frente y el cabello de un araucano, ojos de perro con distemper y una linda nariz que parecía tener vida propia. Ella venía a estudiar desde un pueblo rural, desgraciado y sucio que quedaba en las inmediaciones de Santiago, donde su familia vendía verduras en la feria. La llamaremos para estos efectos como "la Flaca Rural". 
Se trataba de una mujer planita, arrogante y pendenciera, a la vez que divertida, floja como gato de chalet, aunque ambiciosa como judío en novela italiana, lo que puede parecer contradictorio, pero que no lo es realmente. Los flojos son los sujetos más ambiciosos del planeta y prueba de esto, es que han logrado que el resto trabaje para que ellos puedan seguir haraganeando. Si no, es cosa de ver a los dueños de las autopistas concesionadas, que con cada "bip" ya están ganando dinero sin mover un músculo. Pese a esas cualidades, nos llevábamos la mar de bien.
El asunto es que una noche, la que recuerdo con total nitidez, pues había un  eclipse lunar y regresábamos desde la casa de mis padres tras hurtar provisiones, paramos donde nuestra casera de los "hot dogs" a celebrar con unos suculentos cargados a la mayo, pues mi viejo me había dado la mesada que era precisamente lo que permitía tamaño banquete a un par de universitarios y que era el motivo mismo de la celebración. En el local, junto a un perro Gran Danés negro y baboso, se encontraba un tierno gatito pequeño, de color blanco con simpáticos manchoncitos vainilla y una larga y felpuda cola de zorro. Un gatito Somalí. Quedé maravillado a tal punto que la casera notó mi atracción felina y rápidamente se ofreció a regalármelo. Así lo sumamos a nuestra colección de gatos. Lo bautizamos, evidentemente, como "hot dog, el gatito", aunque "eclipse de luna" también era una opción que barajamos y finalmente rechazamos pues nos pareció demasiado cursi.
Hot Dog el gatito, se hizo mi compañero vital. Me acompañaba a todos lados, reconocía su nombre cuando lo llamaba, me despertaba en las mañanas ronroneándome en la oreja y me conversaba sobre extraterrestres cuando me acompañaba por las noches a fumar al patio mirando las estrellas.
¿Qué tienen que ver las suegras en todo  esto? Para allá voy.
Llegaron las vacaciones y como todos los años, yo partía con la flaca rural a su pueblo. La diversión en esa localidad era realmente un asco, pero el amor todo lo puede, así que para no morir del hastío me conformaba con arrendar películas piratas donde un gordo que se parecía a Reptilio (de los Thundercats) quien siempre me ofrecía algunas de sus últimas novedades porno; o con salir a beber whisky con mi cuñado, el profesional de la familia, un tipo bonachón, cornudo y cara de jurel tipo jurel, a un bar pequeñito que pertenecía a un matrimonio de la tercera edad, decadente y mentalmente preadolescente. A veces también salíamos a "un dancing", como ellos le llamaban a la visita a un galpón de cholguán que servía como la "discoteca" del pueblo, en que aún se escuchaba a GIT, los Enanitos Verdes y El Símbolo, local en que yo terminaba generalmente ebrio para poder bailar, pues la flaca rural me había traumatizado riéndose a carcajadas cuando observaba mis tiesos intentos de baile, de manera que la única forma de hacer mover mis pies de forma deshinibida en la pista de baile, era vaciándome gustoso en las tripas una trilogía de rones que al día siguiente maldecía abrazado al water.
Esa era la diversión.
La suegra es material aparte. Una mujer sonrosada con apariencia de abuelita de cuento, pero con ojos atormentados y una crónica postura de amargura, propia de aquellos que sienten que están por encima de sus "mugrosos" vecinos. Además era fanática de Pinochet y mantenía una activa presencia en los partidos de derecha en su pueblo, con lo que postulaba como Concejal vitalicio a uno de mis doce cuñados, al que no terminó el cuarto medio, generándole ingresos con cargo al erario municipal, hasta que se casó con una chica gorda que se lo llevó a vivir a la casa de sus padres, donde montaron un negocio que luego arrendaron, de manera, que el más ignorante y con menos estudios de la familia, terminó con ingresos públicos por su "brillante carrera política", y por las rentas que obtenía arrendando la mitad de la propiedad de sus suegros. Toda una flor de yerno era mi cuñado. Barsa como un buen político.
Quizás la amargura de la suegra era resultado de que hacía ya varios años que su marido había salido a comprar cigarros y aun no regresaba, dejándola con la numerosa prole que habían tenido creyéndose Opus Dei, pero sin los recursos ni la alcurnia. Lo último que se supo de él, fue que se había ido a vivir con una ardiente comunista del pueblo vecino y que era por fin, un hombre feliz.
Respecto a mi relación con la suegra, en un principio las cosas iban bien, todo en un marco de respeto y cordialidad. Ella cocinaba los mejores porotos granados que he comido en mi puta vida, he de reconocer. Los preparaba lo suficientemente mazamorrosos, pero sin que llegaran a quedar tiesos, con ligeros toques de albahaca, junto a una salsa fría de tomates y ajo para derramar sobre los pocillos de greda en que humeantes y orgullosos los servía. Eran tan buenos, que mientras te los comías, podías llegar a soslayar que frente al comedor, en un sitial privilegiado, había un busto de yeso de Augusto Pinochet que observaba todo. No se movía una hoja en ese hogar, sin que el busto del tirano lo supiera.
No todo lo bueno dura para siempre. Con los años comenzamos a caernos mal. A mí porque al poco andar me molestó su fascismo proletario no asumido, su rostro y su risa socarrona, junto a su conducta de percherona sobre actuada que no nos dejaba a sol ni a sombra, como en la canción "por qué no te haces para allá al más allá", de los Molotov, en circunstancias de que era evidente que ya me follaba a su hija hacía rato. Yo de seguro le caía mal por mi suficiencia, mis aires intelectuales, mis madrugadas viendo películas piratas que me traían excesos de sueño matinales y seguramente también le molestaban mis comentarios izquierdosos irrebatibles, como "no creo que las jubilaciones que terminarán pagando las AFpés, justifiquen dos mil muertos, si a ese progreso se refiere, Suegra"; "parece que las joyas de la reconstrucción nacional están en el banco Riggs a buen recaudo", "bueno, hacer una cola para comprar pan, me parece mejor que no tener dinero para hacer una cola para ir al cine" o "No era que Pinochet tenía una amante colombiana?".
El asunto es que para el último verano no teníamos con quien dejar a los gatos, así que viajamos al pueblo de la Flaca Rural, con los tres gatos: la Pantufla, una gata café y con olor a patas; Piñera, un gato de patas cortas y ladrón como gato de campo; y mi amado "Hot Dog, el gatito".
Lamentablemente, Hot Dog estaba justo en su adolescencia y comenzó a marcar su terreno tan pronto llegamos a la casa de la flaca, ocasionando un justo malestar en la Suegra, quien se dedicó todos esos días a trapear el piso con cloro murmurando cosas en una lengua extraña y espantando a los gatitos con un sonoro y molesto "fshhhsshhsh", cuando las inocentes criaturas intentaban ingresar a la casa por las ventanas. 
Lamentablemente tuve que regresar a la Universidad unos días, pues como alumno ayudante y aventajado que era, tenía algunos compromisos con la academia, por lo que me ausente una semana durante el verano.
Al regresar, me encontré con una noticia terrible. Sólo estaban la Pantufla y el Piñera, pero mi tierno felino somalí, el gatito Hot Dog no estaba por ningún lado.
- pasó algo malo, cariñito - me dijo la Flaca Rural.
- qué le pasó a mi gatito? - pregunté con tristeza, presintiendo lo que venía - lo atropellaron?
- No, nada de so. Lo que pasa es que como estaba en celo y estaba marcando territorio por todos lados, mi mamá pensó en que lo mejor era ir a dejarlo a una parcela en las afueras de la ciudad hasta que se le pasara, y así encontrara una gata. Pero lamentablemente cuando fuimos a verlo al día siguiente, ya no estaba. El gatito se perdió.
No quise pelearme con ella. Después de todo, aquella no era mi casa. Triste y solitario final el del gatito Hot Dog, pensé. Por la tarde fui en su búsqueda. Había que cruzar todo el pueblo, la línea férrea y hasta atravesar un riachuelo. La suegra me miraba con cara de que le estaba poniendo mucho color, "al final sólo es un gato", me decía con su mirada abyecta. Los integrantes de la caravana de la Muerte de Arellano Stark, seguro que pensaban lo mismo de los familiares de los detenidos desaparecidos. Mujer malvada.
Pasé todo el día  en el campo, como los huevones preguntando por un gato y haciendo "cuchito, cuchito", sin resultados. Un gañán me dijo que vio al gatito cuando lo trajeron, pero que después no lo vio más: "Se bajó una señora de una camioneta con un saco que se movía y gritaba, patrón. Se escuchaba que traían un gato adentro. Se acercó con el saco al lado del arroyo, y no se si lo abrá abierto o no pero, de ahí se devolvió al vehículo ya sin el saco".
El buen hombre no me podía asegurar que hubiesen tirado al gatito al arroyo dentro del saco, pero tampoco podía descartarlo. Me dijo que cuando se fue la mujer, se acercó al arroyo y vio el saco flotando río abajo, y que tal vez el gato pudo escapar, "aunque tal vez no, patrón".
Indignado tras mis indagaciones, de vuelta en la casa de la flaca rural, le pregunté a la malvada suegra si había ahogado al gato. Lo negó con una sonrisa, como si yo estuviera un poco loco, y durante el resto de la tarde se dedicó a podar el jardín silbando la canción del Señor don Gato intercalándola con marchas militares para pasar desapercibida.
Me deprimí bastante, y me dieron ganas de cobrar revancha, pero qué podía hacer yo que le causara el malestar equitativo? No mucho, lo peor para ella era que su hija estuviera de novia conmigo y no con algún dirigente de la udi o algún ex Colono de Colonia Dignidad. No había nada que hacer ya.
Decidí regresar y continuar mis "vacaciones" en la casa de mis padres, pues ya no me bancaba a la suegra, ni el colaboracionismo de mi novia en el desaparecimiento de mi gatito Hot Dog.
Mientras preparaba mis maletas, sin embargo, un extraño ruido llamó mi atención desde la ventana. Un "miau" tímido aunque familiar, me invocaba desde la obscuridad del jardín. Era Hot Dog, el gatito.
El corazón me dio un respingo y salí corriendo a su encuentro. Entonces salió desde atrás de una maceta el minino con su cola de zorro bien parada. Estaba sucio y flaco como un gatito sin dueño, pero vivo y feliz de verme.
Lo tomé y entré corriendo victorioso con el gatito en brazos, directo donde la suegra que cocinaba una malvada sopa en la cocina.
- Ha vuelto!! - le espeté - atravesó toda la ciudad, cruzó el río, la línea del tren y finalmente me buscó en mi habitación.
La suegra palideció, y sólo atino a decir "qué afortunado, realmente deben tener siete vidas". 
No me importaban sus sarcasmos. Tenía que tomar un bus en un par de horas más, así que debía llevarlo a un veterinario y conseguir una caja de transporte para llevármelo.
Fui al veterinario, quien me recomendó lo dejara para rehidratarlo durante la noche y así pudiese soportar el viaje. La flaca rural se comprometió a cuidarlo hasta que yo volviera por él para el fin de semana siguiente. Ese fue mi peor error, le hice caso a su consejo y me fui creyendo en que lo volvería a encontrar. Nunca más volví a saber de él.
Me dijeron que tras salir del veterinario y al no encontrame, el gatito se había ido con rumbo desconocido. Me re juraron que no hubo participación de terceras personas. Éstos momios eran especialistas en dar excusas por las desapariciones, me dije.
Con los años recobré la sensatez y rompí con la flaca rural. Con ello, pese a no recobrar mis veranos perdidos de juventud, me libré de la suegra para siempre, o quizás ella se libró de mí, que al fin de cuentas viene siendo lo mismo.
Luego tuve otra suegra. No me puedo quejar de ella. Le gustaban los perros, pero fue buena con mi último gato. Cuando también los perdí a todos ellos, decidí que los gatos ya no cabían en mi vida, pero finalmente apareció una nueva gatubela, cuya madre reconoció haber dejado morir a un gato en el entretecho en una ocasión, bajo extrañas circunstancias, pero eso ya es harina de otro costal, y si algo he aprendido de los gatos, es que con los humanos, y especialmente con las suegras, hay que saber llevar la fiesta en paz, dejarse sobar el lomo, y partir con cautela por los tejados, cantándole a la noche.





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