lunes, 18 de enero de 2016

Larvas

De alguna manera la vida siempre termina ganando la batalla, aún de la manera más asquerosa. Hoy regresé a mi departamento de soltero tras dejar restos de pescado en un basurero y una olla con un delicioso caldillo de pejeperro que preparé con las cabezas del feo animalejo de las profundidades. La señora que me haría el aseo no fue a cumplir su labor y ni siquiera puedo despedirla porque no tiene contrato. El resultado, un olor nauseabundo me esperaba tan solo cruzar el umbral de la puerta. El aroma de la muerte tras varios días, da igual el animal, es siempre el mismo. Lo sé porque he olido perros y gatos muertos y también hombres muertos. Al cabo de unos cuatro días de descomposición, la diferencia no es mucha. Se distingue inmediatamente y provoca una arcada profunda. Debe ser un reflejo primitivo de alerta para no infectarse con las bacterias del muerto porque el rechazo es inevitable. Puse manos a la obra y volví a recordar el valor que tienen las personas que limpian. Empleos duros, dignos y mal remunerados. 
El olor a muerto es persistente, ni el cloro logró acabar con él. La mujer que es madre de mi hijo no sólo tiene los ojos más hermosos del planeta sino que además posee esa sabiduría ancestral tan necesaria en los tiempos que corren. Quema azúcar, me habría dicho si la hubiese tenido a mi lado. Le hice caso y la cosa mejoró bastante, como suele ocurrir cuando le hago caso. El olor a muerte fue desapareciendo, pero no por eso me sentí más vivo, por el contrario, en la medida que el aroma de la putrefacción se batía en retirada, mi conciencia de estar vivo, que se manifestó en arcadas, también comenzó a diluirse. 
Entonces fue que recordé un periodo de mi vida. De otra vida. Uno en el que nunca me sentí más vivo. Nunca me sentí más vivo que en aquel periodo de mi vida en que bordeábamos la muerte. Falso plural. Cuando ella gambeteaba a la muerte. Yo sólo era un espectador, un estudioso del fenómeno, un chico asustado, un hombre responsable. 
Hasta el día en que el doctor nos confirmó que se trataba de un cáncer agresivo, bien podríamos haber estado muertos sin que nos diéramos cuenta pues nuestra vida era apacible, en exceso. Todos los días eran iguales, la diferencia entre uno y otro día no era más que la agenda laboral que distinguía entre la jornada de lunes a viernes y los fines de semana. La semana se podía resumir en general en: "trabajar, comer, conversar, ver seriales gringas en la televisión, acariciar a las gatas y dormir". El fin de semana el patrón se modificaba para invitar a los amigos a hacer un asado, que se bebieran mis vinos premium a cambio de escucharme tocar la guitarra y que así yo me emborrachara, me enviaran a acostar, y a la mañana siguiente me mantuviesen castigado como un adolescente que aún no aprendió a beber, hasta después de preparar el almuerzo. Más tarde la cosa era ver películas en la televisión, acariciar las gatas y dormir. La mañana del domingo correspondía tener relaciones sexuales, muy normales nada pervertido, con ella encima mío. Por la tarde trabajábamos adelantando la semana y si no había mucho que hacer entonces yo regaba o me dedicaba a imprimir carátulas para mis películas descargadas ilegalmente desde la web vía emule. Así por largos años. Una vida apacible. Hasta que nos llegó a visitar la muerte a través de un diagnóstico médico. Una diferencia en la imagen de un quiste, que de ser redondo no traía inconvenientes. Pero tenía forma de estrella. Las estrellas no son buenas cuando se trata de tumores y la cara del médico sólo escuchar los resultados de la biopsia por teléfono, me confirmaban en cámara lenta, con un frío sudor por la espina dorsal, que la mujer que yo amaba en esa antigua vida, se iba a morir, y sin embargo, nunca me sentí más vivo que en esos largos minutos, o cuando ella me reclamaba al oído que no se quería morir y yo le decía que eso no pasaría. Yo no lo sabía, por supuesto, eso cuenta como mentira?
Ella vivió, más bien sobrevivió y ese sobrevivir nos trajo de regreso a la misma vida de lunes a viernes y fines de semana, y nos sentimos muertos o al menos ya no parecíamos vivos, ahora más que nunca, porque ya habíamos aprendido lo que era estar vivos realmente y entonces terminamos separándonos. 
Así fue. Es el resumen de una vida. Pero tras el dolor, los duelos y la putrefacción, la vida volvió a ganar, y como las larvas de mi cocina o como ocurre en una película de zombies, cada uno regresó a la vida, cada cual rearmó su vida, otras vidas. 
Pese a ese aroma a descompuesto que parecía nunca iba a desaparecer, pese a lo nauseabundo de las larvas, el principio de Antonio Lavoisier que me enseñara el Profesor de química del colegio que se casó con una alumna, volvió a cumplirse, una y otra vez, en cada vida. 
Cuando me enamoré y perdí la cabeza y terminé a los balazos en las afueras de un tribunal con la chica que me casé, o si terminé arrojándome de un avión, navegando un río imposible y en cuanta acción suicida que la botella no fuera la directa responsable, buscaba tener muy muy de cerca a la Señora Muerte, porque una vez que la sientes tan cerca, con su asqueroso olor a vida, ese olor a vida que es sangre, sudor, cuerpos pegajosos a los que aferrarse como un náufrago, metiendo la nariz entre nalgas, pechos y axilas con sudor y hormonas que te derriten los pulmones. Ese olor a sangre de recién nacido que te da vueltas el cerebro, porque es como una larva hermosa que trae tu cara, tus gestos y pides, rezas sin saberlo, que ojalá que no saque tus manías ni los bailes a lo Madonna de la mamá en una disco gay en que se ganó las simpatías de las más locas y de paso se robó tu beodo corazón coronando el momento con un vómito a lo exorcista en el ascensor. 
Porque al final son varias vidas y de vez en cuando hay que verlas morir, hay que hacer arcadas y quemar azúcar para pasar a la siguiente transformación. 
No compren felicidad, mejor compren tanax. Somos larvas, siempre.

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