martes, 14 de julio de 2015

Las razones de escribir. Un prólogo tardío a The Chilean Fiction

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The Chilean Fiction es un experimento, a la vez que un tributo. Estoy muy consciente de que no es una Obra Maestra, no lo pretende. También estoy muy claro de que siempre tendrá serios problemas de copyright, ya que he plagiado sin remordimiento ninguno, a casi el noventa por ciento de los personajes, y a algunos hasta los he matado sin consentimiento de sus autores. Claro está, se trata de un libro condenado. Condenado a la autoedición, quizás a la piratería, y definitivamente al underground, y eso es lo que más me gusta. Me gusta el underground y la piratería, ya lo saben mis cercanos. Moriré de emoción si alguna vez lo encuentro impreso en alguna cuneta, o escucho a un chico en un bar porteño, criticándolo al fragor de una cerveza.
Lo cierto es que la idea nació como un experimento cuando retomé la escritura tras varios años de redactar demandas de divorcio. Fue un escape, justo en tiempos de enfermedad de una persona a la que quise mucho. Fue mi terapia para soportar el miedo y las abrumadoras responsabilidades del hombre adulto. Fue una vuelta a la libertad que sólo encuentras en la niñez. Un tributo a la lectura, a los héroes, a la narrativa más fecunda y pop, pero más especialmente, a las personas que me involucraron en ese proceso desde mi primeros días en este paseo por la tierra.
Y es que uno de los primeros recuerdos que tengo de mi vida, es el de estar leyendo. Recuerdo que leía una historieta en un vagón del metro de Santiago de Chile, sentado junto a mis papás, en tiempos en que no sabía leer, escribir y ni siquiera hablar. Mis padres seguro me la compraron para que me entretuviera con los dibujos tras salir de una consulta médica. Era una historieta de Walt Disney, del Pato Donald. Lo recuerdo con total nitidez, como si fuera ayer.
Recuerdo que mis padres leían. Yo los veía leer. Eran padres relativamente jóvenes, estudiaban y trabajaban, por eso se lo pasaban leyendo. En los ratos libres mi vieja nos leía cuentos de Charles Perrault, y alcanzaba el paroxismo interpretativo, con "La Caperucita Roja" en el momento en que nosotros transpirábamos de emoción bajo las frazadas, y ella transformaba magistralmente a la tierna abuelita, en el malvado Lobo Feroz asesino.
La primera historieta que leí realmente, fue una de la DC comics en que los superhéroes de tierra uno y tierra dos se reunían en un mismo episodio de la Liga y la Sociedad de la Justicia. El enemigo era Salomón Grondi. Era alucinante. En 32 páginas de la revista publicada por la editorial mexicana Novaro, ver a tanto superhéroe reunido, de mundos paralelos, era algo que me dejó sin palabras. 
Esa revista me la compró el hermano menor de mi papá, en un terminal de buses. Después mi viejo, tras un viaje en comisión de servicio, llegó una noche y me regaló una historieta de Batman que selló mi amor por el obscuro detective. Era una historia misteriosa, en cuya viñeta final, Alfred, el mayordomo, traicionaba a Batman golpeándolo por la espalda y Bang! ... "continuará". 
Lamentablemente, en esa época las revistas llegaban muy discontinuadas, costaba encontrar el número siguiente y nunca supe lo que ocurrió finalmente. La única serie que pude alcanzar a reunir fue una de Superman luchando contra Brainiac y un planeta devorador. El último de los tres números que componían la historia me la regaló mi hermano mayor, también en un terminal de buses, y con ello, emocionado fui leyendo por fin una historia con un desenlace. Por principio de Murphy, la historieta se me quedó en el bus, y pese a mis intentos por recuperarla, (recuerdo que escribí varias notas de reclamo en la agencia de buses), nunca la recuperé.
Luego comenzaron los libros de Francisco Coloane, el Último Grumete, Tierra del Fuego y Los Conquistadores de la Antártica. Comencé a leer más y más. Iba con mi vieja a un cambio de revistas, donde yo podía cambiar una revista de esas para mujeres, como Cosas o Vanidades, por tres de superhéroes, era genial.
Luego me hizo socio de la Biblioteca Pública, donde me entregaron un carné de cartón verde con mi orgullosa foto de lector. Partí leyendo libros de dinosaurios y luego, por curiosear leyendo las primeras páginas de distintas obras, que era el método para escoger las lecturas, junto con la portada obviamente, las encargadas se sorprendían de que un niño de no más de once años, se interesara por libros que eran considerados como para adultos, como ocurría cuando entre Sherlock Holmes y Drácula, me llevaba a "Fausto", "El Médico a Palos", y hasta comencé a experimentar mis primeras sensaciones carnales, con "El Decameron".
Recuerdo el impacto que a esa edad me provocó leer el inicio de "Crónica de una Muerte Anunciada": "El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar...". 
Era increíble, te contaba el final y ya querías seguir leyendo. Recuerdo que dibujé varias historietas de Batman que en la primera viñeta iniciaban con esa frase o que de un modo u otro se inspiraban: "La noche en que el Guasón mató al Comisario Gordon, el policía despertó más temprano de lo habitual."
Gracias a mi inquebrantable bronquitis y el continuo desastre de mis amigdalitis purulentas, tenía mucho tiempo para leer, dibujar y escribir apoyado en el respaldo de la cama, al punto que una sifosis me obligó a pasar parte de la adolescencia con un doloroso Corsé de fierro. Nunca dejé las historietas, y creo que mis viejos hallaban consuelo en esos primeros años de enfermedad al ver que al menos cuando el cuerpo de su pequeño sufría, la mente se nutría, y sólo se necesitaba de un poco de lectura para recompensar por tantos dolorosos pinchazos de bencetacyl 633 en el culo.
Sin embargo algo extraño ocurrió. Cuando ya mejoró la salud, otra parte se desafinó. Cursando octavo básico, el colegio me obligó a leer varios libros que yo no habría escogido jamás, y además con fecha tope. Aguanté sin muy buenos resultados académicos la lectura de textos infantiles como "Perico trepa por Chile", y una suma de evaluaciones consagradas a determinar si se reconocía al protagonista, al tipo de narrador y toda clase de tonterías de ese tipo. Fue la propia lectura la que me mató las ganas de leer y el golpe de gracia me lo dio "El Diario de Ana Frank". Yo que nunca había sentido curiosidad por leer ni siquiera el diario de vida de mi hermana, me pareció un suplicio leer tamaño mamotreto triste, sin técnica y de evidente final, pues mi vieja, película del Holocausto que había, la arrendaba. 
En conclusión, me harté, y salvo una que otra historieta, dejé de leer voluntariamente y me esforcé, con asco y pesadumbre, por terminar los textos que me obligaba el sistema escolar y que serían evaluados en lo sucesivo.
Creo que ese es un gran problema con la lectura en los colegios. Obliga a un chico a que lea, y de inmediato lo terminará detestando.
Así fue por cerca de cuatro años. No volví a disfrutar de ninguna obra literaria. Pero algo ocurrió, por suerte, algo ocurrió
Tras el paso de varios profesores de letras que no hicieron nada digno de relatar, llegó a la clase de castellano una nueva profesora. Lilian Contreras. 
Usaba un blanco delantal, llevaba el pelo corto y tenía una mirada de fumadora, atenta y reflexiva. No parecía importarle en lo más mínimo si habíamos leído los libros encargados. No nos preguntaba por los nombres de los personajes o el tipo de narración y ninguna de esas payasadas. No hacía pruebas escritas, ni preguntas fastidiosas, sino que sencillamente nos sentaba en círculos y abría un diálogo entre todos los estudiantes, para darnos pistas sobre lo que estábamos leyendo, para ir más allá y obtener nuestras propias conclusiones. 
Nos instó  a  mantener un espíritu crítico frente a lo que leíamos, y los más importante para mí, gracias a la lectura de "Huidobro" y de "El Socio" del notable Jenaro Prieto, recobré mi vieja pasión por las letras. Gracias a esa profesora, volví en mí.
Es por eso que digo que este libro es un tributo, es un agradecimiento al hecho de poder volver en mí. Es, claro está, un tributo a la ficción y a la imaginería nacional. Bastante pista estoy dando ya, con mencionar a Jenaro Prieto y a Huidobro, pues este libro de algún modo busca rendir homenaje a esas dos lecturas, y no casualmente. Rinde homenaje porque es la forma que tengo de agradecer a Lilian por devolverme la magia de los mundos que la lectura abre. 
Gracias a ese talento académico, me reencontré con el niño del vagón del metro que intentaba descifrar una historieta al lado de sus padres.
De las personas que se han relacionado con mi mundo en las letras, es quien me faltaba por agradecer. A Lilian debo darle las gracias también por permitirme, (después de un desastre de rol protagónico en una horrorosa adaptación de "Juan Salvador Gaviota" en que olvidé los parlamentos eternos que redactó una profesora que se creía la versión femenina del maestro  Keating de La Sociedad de los Poetas Muertos), escribir una Obra de Teatro (Ándate al Infierno), representarla frente a los presos de la cárcel de la ciudad. Años más tarde, ya en la Universidad, en visitas a su hogar, le agradezco por acogerme con amistad fraterna y comentar respetuosamente mis primeros poemas, con recomendaaciones y la suficiente sabiduría como para no desalentarme en una época en que me encontraba con las "cuitas" del joven Werther y muchos versos eran más bien, quejas plagiarias de Baudelaire, antes que un material soportable por un lector de fuste.
Es por eso, que tras años de haberme alejado de la escritura, este "The Chilean Fiction", me trajo de vuelta conmigo, con el chico que tosía aferrado a sus libros, sus lápices y sus historietas.
Es por eso que para mi, es más que una historia, un experimento, o un cómic sin viñetas. Es un un tributo a todos esos maestros que me arrojaron de vuelta a la orilla, cuando más ahogado y perdido estaba, aferrado a un libro, venciendo la fiebre o gambeteando a la muerte.

A mi familia, mis amigos, a mi madre, que conjuga los dos primeros, y a la profesora Lilian, donde sea que estés.


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