miércoles, 26 de agosto de 2015

Breaking Bad

En la magnífica serie de televisión norteamericana, el profesor de química es un tipo brillante. Tiene una esposa rubia, enjundiosa y bella, un hijo con problemas de motricidad, un cuñado que trabaja en la DEA y una cuñada cleptómana. Todo no se puede tener en la vida. Su trabajo como profesor apesta, los estudiantes son unos adolescentes ineptos y la paga es malísima. Debe trabajar en un lavado de autos donde el cabrón del jefe lo envía a fregar llantas procurando la ignominia del trabajador. Además le da cáncer. Entonces conoce a Pink, comprende el funcionamiento de la creación de la metanfetamina, hace una droga de gran calidad, se mete en el negocio y BANG, ya tenemos una de las mejores series de televisión de todos los tiempos. 
La serie ya es un clásico, una apología para todo aquel hombre sencillo y honesto que quiera "volverse malo".
No es tan difícil volverse malo, lo que la serie propone es exponer apretadamente, un proceso que en mayor o menor medida, nos ocurre a todos cuando nos auto justificamos, cuando el método se rinde ante un fin superior, sea la supervivencia de la familia, el futuro de nuestros hijos, el bienestar. Lo he vivido en carne propia en innumerables ocasiones de mi vida. Para robar, matar, o engañar, necesitamos de una justificación, de un fin superior para sentirnos más tranquilos con nuestra almohada durante las noches. Lo maté porque era un hijueputa, o la maté porque era mía. Tomé ese dinero porque me pareció justo, que lo merecía, si no era yo, pues lo tomaba otro. Cuando por ganar un juicio, sea por rendimiento, ego, exitismo, pese a la certeza de la culpabilidad de mi representado, lo defiendo como si fuera San Francisco de Asís, mi justificación será que no es mi labor hacer el trabajo del juez, que es la misma justificación del abogado corporativo que despoja al ancianito de UP para instalar un edificio. Y así los ejemplos pueden sumar y seguir. 
Pinochet y sus esbirros decían salvar a la patria del marxismo, justificando la barbarie. Los terroristas que mataban carabineros rasos, lo hacían en nombre de la revolución (algo bien contradictorio considerando que se trataba del asesinato de los guardias proletarios del opresor, más efectivo sería matar a los perritos de cartera de las viejas ricachonas, que al menos una lagrima les sacaría). 
El que le pone cuernos a su mujer, se justifica en que tiene derecho a ser feliz, que el sexo no es bueno, que la monogamia no es el régimen natural, y luego ante la amante se justificará diciendo que no puede dejar a la primera por culpa de que los niños están muy chicos. Así suma y sigue. No pretendo repartir moralinas, que eso quede claro, me interesa solamente el proceso, ese mismo que me transformó, desde la inocente niñez, en un sicario de los estrados sin escrúpulos, ese que pone cara de bueno frente al señor juez, con profundo respeto mientras en mi interior estoy pensando en lo mucho que me gustaría poder darle unas patadas en su culo solemne e incompetente. Los jueces son la peor mierda del planeta. ¿Realmente alguien se puede creer que posee la fortaleza moral como para juzgar a otro semejante? ¿Cómo un sujeto puede juzgar tan livianamente a otros, si no tiene puta idea de lo que el otro ha tenido que vivir para cometer sus crímenes y faltas? ¿Puede nadie juzgar el adulterio si el mismo no lo ha practicado o sufrido en carne propia? y si lo ha vivido ¿no tendrá una posición de víctima o victimario frente al hecho? ¿no se altera su imparcialidad? y ahora, si no lo ha vivido, ¿como puede ser empático? ¿importa la empatía ahí? ¿será esa la condición necesaria para juzgar? ¿sólo los que no han vivido la experiencia que juzgan tienen el derecho a juzgarla? 
Entonces el único juez sería alguien completamente vacío, sin experiencias de vida, un incauto, en buenas cuentas. A ese ¿no será más fácil disuadirlo a través de una barata opereta abogadil? 
Dejo planteada las inquietudes, y piénselo bien la próxima vez que quiera erigirse en juez de su prójimo. Al final, nunca se sabe en qué momento se puede pasar de ser el bueno a ser el malo, el paso de honorable ciudadano a abyecto criminal, de juez a inculpado. Así lo informa la experiencia.
Conocí al verdadero "Mister White" en dos ocasiones de mi vida. La primera vez fue mi profesor de química, el Señor Troncoso. Un sujeto bajito con ojos de guarisapo fumador empedernido y un bigotito clásico de charro mexicano.  Era un buen tipo, hasta el día de hoy recuerdo los signos de la tabla periódica, y recuerdo que nunca se burló de mi idea en el club de química, consistente en transformar el plástico en abono para las plantas, siguiendo la premisa de Antoine de Lavoisier de que nada se pierde, todo cambia, la energía y la materia no se crean ni se destruyen, sólo se transforman. Mi idea quedó en eso solamente, el proceso químico de mi proyecto era más contaminante que Chernobyll, así que luego terminé haciendo el trabajo de mi amigo Raúl, con un proyecto sobre "El Solitón", la partícula energética perdurable del futuro que exhibíamos en la "feria científica del mundo joven" frente a la plaza de Armas de la ciudad, donde conocí a mi primera novia de la adolescencia, que tenía un proyecto simplón que consistía en informar de lo nocivo que eran las chimeneas industriales, ocultando un cigarrillo encendido al interior de una maqueta con una chimenea de cartón piedra.
Lo cierto es que los colegios siempre tienen sus escandalillos amorosos. Los profesores no son inmunes a la calentura, como cualquier ser humano. Así el profe de inglés, se folló a la profe de historia en la sala de profesores y el cura los sorprendió patita al hombro y los cortó sin indemnización y en pública reprimenda; el perro Castro estaba enamorado de las mansas tetas de Juana, la profe de biología, que realmente eran inmensas, y el profesor de Artes Manuales estaba convencido que la totora era el futuro de la humanidad. 
En ese panorama, el profe de química tenía también sus aventurillas. Era un galán de medio metro, y decían que tanto éxito femenino, no alentado por su mujer, se debía a que al igual que los enanos, desnudo parecía un martillo puesto en sentido horizontal, rivalizando con el mítico profesor de educación física conocido como "El Burro" no por lo tonto, ni por el largo de las orejas.
El bonachón profe de química, no obstante sus aventurillas, que eran comentadas siempre en voz baja y hasta con cierta complicidad por el resto del profesorado, cometió un error. Se enamoró de una alumna, y eso es complejo, siempre. Ya no era un rumor, ni algo para vanagloriarse. Era casi un crimen, en tiempos que no existía aún gran alharaca por la pedofilia tan común entre los sacerdotes perversos.
En defensa de Troncoso, debo decir que la alumna era mayor de edad, pues había repetido innumerables veces de curso, y parecía una mujer hecha y derecha. Tenía un porte, unas tetas, unas piernas y un culazo que evidentemente hacían aun más justificable la conducta lasciva del profesor de química. El problema es que si bien todo pudo haber quedado en un polvo de esos que se traen a la memoria en momentos en que las tareas hay que cumplirlas con una mujer que cae con sus doscientas toneladas de sagrado vínculo encima, o en esas tardes en que los abuelos parecen rememorar mentalmente algo indescriptible de lo que es mejor no abstraerlos, el profesor Troncoso se enganchó a tal punto que abandonó a su mujer y se quedó con la alumna. En su defensa nuevamente, debo decir que fue amor, y no pura química, pues entiendo que hasta el día de hoy, imagino que a punta de sildenafil, se mantienen juntos, tras el chaparrón que significó en su momento, el escándalo de su separación dada su pasión por el pasto tierno. Saludos Profe.
La segunda vez que me encontré con "Mister White", fue con ocasión de un trabajo. Eran las vacaciones de invierno, y el hermano de un amigo de mi hermano, tenía un laboratorio químico que me ofrecía una pasantía en atención a que yo pertenecía al club de química del profesor Troncoso. Me pareció una estupenda idea pues por primera vez estaría trabajando en un laboratorio de verdad y así podría honrar verdaderamente la memoria de mi abuelo que había sido químico farmacéutico hasta que se voló la tapa de los sesos. 
El laboratorio pertenecía a un químico de apellido alemán que colaboraba con el "gobierno militar", al que llamaremos "Señor H", y que poco a poco estaba generando su fortuna en el mundo empresarial. Tras varios intentos y fracasos de ensayo y error produciendo abonos para los parronales pisqueros de la zona, se dedicó finalmente a "exportar" ácido sulfúrico a México y Bolivia. Por ello es que cuando llegué a trabajar a su laboratorio, en realidad me encontré con un grupo de flacos proletarios tirando pala para hacer nuevas piscinas de ácido, junto a otro grupo de niñatos lavando recipientes. Como los puestos de niñato lava recipientes estaban ya copados, me pasaron una pala. Hijo de puta. 
No aprendí nada de química, únicamente me jodí la espalda haciendo agujeros en la tierra junto al grupo de gañanes que trabajaban asustados pensando en que los podían desaparecer en los tanques de ácido sulfúrico si reclamaban. Sólo les faltaba el tatuaje con el número. Eso era un verdadero campo de exterminio y yo me había entregado voluntariamente y sin posibilidad de escape hasta que terminaran las vacaciones. Todos temían del Señor H, excepto yo. Era la ventaja de llegar como un estúpido soldado voluntario.
Los paleros se dividían en dos grupos. Los remunerados y los no remunerados. Los primeros eran simples gañanes que necesitaban del escaso dinero. Los segundos eran prisioneros políticos que tenían que trabajar obligados a cambio de un día más de vida. Eso me lo dijeron dos obreros que trabajaban en mi grupo que eran padre e hijo, pues no podíamos tener contacto con los del otro grupo porque eran "los subversivos". Yo los veía más bien famélicos y patibularios.
Padre e hijo tiraban pala porque trabajaban en todo lo que podían, ya que estaban en la ruina. Habían sido dueños de una fabrica de paletas de helado que se fue a la ruina con la recesión y  la devaluación del peso, la que enriqueció a Piñera y al resto de los Chicago Boys, pero no a ellos, pequeños emprendedores del Helado de Canela, y lo peor, tenían a su mujer grave en un hospital en Santiago muriendo lentamente por falta de tratamiento médico producto de una grave afección cardíaca que necesitaba dinero para las intervenciones quirúrgicas necesarias para hacer efectivo el juramento de Hippocrates. Me contaban todo eso entre palada y palada, con tristeza y desesperanza, y me cayeron bien pues, aunque me hablaban a cada rato de su tienda de helados usurpada por los bancos, no me permitían cargar la carretilla, porque claramente me veían flaco, púber y destruido. Efectivamente, yo volvía destruido a la casa y mi vieja no comprendía como podían ser tan agotadoras las lecciones como practicante químico, pues su padre, mi abuelo, que como dije había sido químico farmacéutico, jamás llegaba apestando como yo llegaba tras las jornadas de laboratorio. 
Lo anterior debió llamarle la atención y así un buen día me llegó a buscar. Vio a su pequeño retoño tirando pala como un obrero más. Se indignó y sus ojos se pusieron en modo "huevo frito". Peligroso. Fue directamente a hablar con el Señor H y le dio una buena ración de "mamá enfurecida". Que cómo se le ocurría ser tan idiota para poner a un niño a tirar pala, que venía a aprender química no a ser tratado como un empleado del PEM, y que además me debía pagar porque no era ningún preso político de los que le enviaban para explotar libremente. El Señor H, que distaba mucho de ser un Oskar Schindler, se disculpó, expresando que no sabía que me habían enviado a labores físicas, que yo era un estudiante aventajado, que retribuiría mis horas de trabajo, que me pondría a trabajar inmediatamente en labores dignas de mi condición de estudiante y castigaría al responsable de la equivocación. A mi mente llegaban los gritos del administrador del laboratorio siendo arrojado al foso de ácido sulfúrico durante la noche.
Al día siguiente me enviaron con los niñatos que lavaban recipientes, pero la tarea me produjo una alergia inmediata, por lo que, afortunadamente, me relevaron, pues años más tarde me encontré con algunos de esos niñatos, constatando que les había dado cancer de piel, y hasta habían perdido uñas y dedos de sus manitas.
El Señor H podría haberse deshecho de mi con solo pagarme lo trabajado hasta ese momento y extenderme el certificado de práctica aprobada, sin embargo era uno de esos sujetos tacaños en extremo ue no resistían la pulsión de explotar al resto para obtener la máxima plusvalía. Así las cosas, me mandó a llamar cuando se enteró que mi alergia me impedía seguir lavando trastos y me transfirió a otro campo de concentración. Bueno no era realmente un campo de concentración, sino que se trataba de un emprendimiento de su ex mujer que había instalado un jardín infantil para hijos de militares. Estaba recién construido, pero el sujeto que había pintado las paredes, se había olvidado de poner un cobertor sobre el piso para evitar las manchas. "La gente no agradece los buenos trabajos, mira como dejó el piso ese horrendo pintor. Nunca más lo contratará nadie".- me dijo con absoluta convicción. Imaginé que esa negligencia le significó al pintor de brocha gorda un buen clavado en la piscina de ácido.  Con el Señor H era mejor hacer las cosas bien. Con una sonrisa me entregó una botellita de agua ras y una espatula pequeñita con la que debía sacar una por una las manchitas de pintura salpicadas por el suelo de toda la casa en sus dos pisos. Eran millones. Hijo de puta. 
El Señor H me dejó las llaves y se fue silbando ufano de encontrarme una nueva utilidad. En otros tiempos sin duda que me habría convertido en jabón.
Pasé dos horas tratando de sacar las putas manchitas hasta que en la desesperación agarré a patadas un estante. El estante se tambaleó y las puertas superiores se abrieron dejando caer un bolso con harina sobre mi cabeza dejándome semi atontado. Sin embargo a los pocos segundos sentí una euforia inexplicable y me levanté del suelo gritando como un loco, como Ras Al Ghul saliendo del foso de Lázaro y entonces agarré a patadas y zamarreos el maldito estante, cayendo un segundo bolso desde su interior. No creía lo que veían mis ojos. Era un pequeño bolso con dólares. No eran pesos, eran dólares. La euforia seguía, me sentí millonario. Me puse a contar el dinero. Ochocientos dólares en billetes pequeños. En esa época, toda una pequeña fortuna. Es mío me dije, y comprendí lo que era el polvo blanco que segundos atrás me había golpeado. Yo había visto "Miami Vice". Este era el verdadero negocio del tacaño de Mister H. Lo tenía de los testículos, pensé, y de manera temeraria no imaginé que bien podía terminar en el fondo de la piscina y mi madre con un letrero de esos que ponían una foto en blanco y negro y la triste leyenda "donde están", en el pecho. 
Mandé a la mierda la espátula y el aguarrás. Cogí ambos bolsos y me fui. 
Una vez en mi casa, separé cuatrocientos dólares y los guardé en una vieja mochila donde guardaba algunas historietas. Luego tomé el  bolso con droga y el bolso con el resto del dinero y volví al laboratorio de Mister H. Una vez allí me acerqué a la familia de los heladeros y les entregué el bolso con los cuatrocientos dólares. El padre me quedó mirando con cara de agradecimiento y sólo me preguntó si debían desaparecer del mapa. Asentí afirmativamente. Imagino que se fueron a la capital a acompañar a su mujer en su enfermedad y pagaron la operación. Tras eso, pedí audiencia con Mister H. Le dije al gorila de la puerta que era algo de suma urgencia. Me hicieron pasar. Mister H me pregunto si ya había terminado con el trabajo. "Trabajo rápido no es buen trabajo" me dijo preocupado y adusto. Le expliqué que no había terminado, pero que necesitaba mi certificado de práctica aprobada y que no se preocupara de pagarme, que ya estaba más que pagado. Eso pareció gustarle y me extendió el certificado. Una vez extendido el papel con mi libertad, me acerqué a la puerta y antes de abrir la puerta arrojé el bolso con droga sobre la alfombra. Le dije que había encontrado ese bolso en el jardín infantil y que se lo traía pues no parecía estar a buen recaudo, que alguien lo podría robar en ese lugar tan solitario. Mister H no dijo nada, quedó estupefacto. Yo salí.
Los Heladeros desaparecieron y nunca más supe de ellos. Ojalá su mujer se haya mejorado.
Mister H no hizo nada por recuperar el dinero. Se hizo el tonto, quizás culpó a algún empleado, no era mi problema. De cualquier manera se volvió rico, poderoso y respetable.
Yo compré porotos granados para mi mamá, con mi sueldo como estudiante en práctica.
Un día apareció un sobre anónimo con 300 dólares en su cartera. Para celebrar salimos a comer una parrillada en la fuente Bavaria. Curiosamente en la mesa del lado, estaba Mister H comiendo un pernil con chucrut. Nos saludó afablemente, alzando su vaso de schop.
Yo cambié la química por las letras. Con los años, también me volví malo.





    

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