“Este no
es el pensionado, o la clínica a la que usted estará acostumbrado, Señor.
Parece que aun no se da cuenta que esto es … la Sala Común.” – me soltó la
enfermera en Jefe, escupiendo en mi cara una verdad que resultaba evidente: "Estamos
en un Hospital Público, acostúmbrese, dele gracias a dios porque admitimos a su señora, y
déjenos hacer nuestro maldito trabajo antes de que lo corramos a patadas con
los guardias.”
Podía
tratarse de una pesadilla, pero no, esto era real y me estaba pasando a mí.
Karma, pensé inmediatamente, maldito karma. Como también trabajaba en un servicio público, un extraño remordimiento
me atacó la cabeza y pensé en que algo debí hacer mal con alguno de mis
usuarios, por lo que ahora me tocaba pagar en este purgatorio que era la mortífera sala común del Hospital de
Copiarock. Me sentí solo en el mundo, entregando a mi novia a las manos de esta
gente sin corazón, técnica, ni compasión.
El destino
nos había arrastrado caprichosamente hasta este lugar y así, a "la flaca",
mi compañera de vida, le esperaba un incierto destino tras un ataque de apendicitis aguda, sin ninguna posibilidad de atención en otro
recinto hospitalario o clínica de la ciudad. Vivíamos en “la provincia”, y vaya
que me sentí provinciano en ese momento. No me quedaba ninguna otra opción, era
el Hospital Regional o la muerte, que para estos efectos, si no eran lo mismo,
resultaban sospechosamente familiares.
Como les
dije antes, trabajo como abogado para un Servicio Público de defensa jurídica de gente pobre. Sí, ese
Servicio tristemente célebre
por perder tanto los documentos como los juicios de sus representados, “El
Consultorio”, el servicio de asistencia judicial para los pobres del país. Otro
limbo, donde finalmente terminan todos aquellos que ya perdieron la esperanza,
los que viven escondidos de su ex mujer para que no los metan presos por la
pensión de alimentos, las mujeres de esos mismos perdedores que se prefieren
esconderse a pagar una pensión de alimentos para sus hijos, y toda clase de
ciudadanos desafortunados. De esos cuyas causas están tan perdidas, que ya le
enviaron la carta al Presidente de la República para que los ayude, y el
Presidente de turno los derivó con nosotros para que acabemos con ellos
dándoles el tiro de gracia en los obscuros mesones de los tribunales de
Justicia.
Por eso es
que hablo de karma. Por mi oficio he atendido no a varios, sino que a decenas
de pacientes desdichados que tuvieron la mala fortuna de ser atendidos por el
Hospital Regional y terminar peor de lo que estaban antes de ingresar, o en el
mejor de los casos, muertos.
Pese al
complejo escenario que les tocaba vivir, yo en mi juvenil ímpetu de abogado
novato, trataba de darles alguna esperanza. No lo hacía pensando en que
alimentaba falsas esperanzas, compréndanme, era joven e idealista, y un poco
soberbio tal vez, debo reconocer. Como podía decirle a doña Dionisia Díaz, que
su causa estaba tan prescrita que seguramente ya se había reencarnado, y que
debía
conformarse con usar un parche de pirata en el ojo derecho por el resto de sus días,
después de que se lo
extirparan, cuando sólo había ido por una limpieza quirúrgica de su hongo del
pie izquierdo. Quién era yo para
cerrarle las puertas a Telma Ibarbe, la mujer que fue por un implante cloquear
y terminó perdiendo el sentido del gusto. Le destruyeron los nervios que le
conectaban las pailas gustativas con el cerebro, y le causaron una “ageusia” intrahospitalaria y
quirúrgica, por lo que ahora había adquirido la insípida facultad de comer
cualquier cosa sin disfrutar de sus sabores. Para mayor claridad, se podía
comer un pan con caca, con la misma expresión de placer que si disfrutara de un
manjar.
El Servicio
de Salud se negaba a indemnizarla por la pérdida de los placeres de la vida, y
entre negociaciones y juntas médicas ignominiosas en que le daban a probar toda
clase de menjunjes, la tenían también al borde de la prescripción. Pobre mujer,
nunca más volvió a darse un gusto en su vida.
Había una
multiplicidad de causas por infecciones intrahospitalarias, tantas como herpes
en un burdel. Tijeras olvidadas en el intestino de algún desgraciado, durante
una intervención quirúrgica, eran pan de cada día. Embarazadas pariendo en los sucios
pasillos; transfusiones contaminadas; pediatras pedófilos; ginecólogos con el
mal del pulgar temblante; circuncisiones que terminaban en la extirpación de una
gónada al ser traspapeladas las órdenes
médicas por las de con un cáncer testicular. Había punciones confundidas con vaciamientos
de ganglios, y toda clase de muertes por “causa natural” en las que Dios no
había intervenido y en que hasta la Parca era tomada por sorpresa ante tanta
negligencia, eran flor
y nata del Hospital. Todos los fines de semana morían en la urgencia, por lo
menos una docena de individuos en espera de atención, que era más bien en
espera de su propia extinción.
Si la
historia nos entregaba casos de negligencias médicas que de algo le sirvieron a
la humanidad, este no era el caso. De esas negligencias y falsas diagnosis, aún
no salía ninguna obra literaria como la que arrojó el falso diagnóstico de cáncer
terminal de Anthony Burgess, que lo empujara a escribir más de una decena de
novelas sin parar, para dejar algo en herencia a. De ese hospital fatídico, ni
siquiera surgió un Homero Simpson con el crayón en la corteza prefrontal que lo
volvió el estúpido más célebre de todo el planeta. No, de aquí sólo salían
muertos, desahuciados y desgraciados sin futuro.
Siendo
objetivos, se trataba de un excelente mercado para los abogados buitres, de esos que están en la conciencia colectiva y que
sólo esperan llenarse los bolsillos demandando al Fisco. Sin embargo, las
causas por indemnización de perjuicios eran tan complejas y largas, como
difíciles de acreditar. Lo anterior obedecía a una sencilla razón. El gremio de
los médicos, debe ser uno de los más “solidarios” entre sus compañeros de
profesión. Si la culpa en la negligencia no era de un enfermero u otro pescado chico, encontrar un médico que
hiciera una pericia para delatar a otro médico, resultaba todo un verdadero
milagro.
Ese
Hospital Regional era uno de mis contrincantes más habituales. Nos
encontrábamos litigando continuamente, y aunque el colega que defendía sus
intereses, un morenito de bigote y barriga, pajero y fumador, no era ninguna
lumbrera, nunca negociaba, pues sabía de los problemas para acreditar y encontrar
peritos que se provocaban en los juicios. Así las cosas, esos doctores,
mientras pasaban cuchilla en el Hospital Regional, que era el lugar donde caías si eras pobre o
desafortunado, podían librar impunemente su mala praxis, seguir cobrando a fin de mes, y
utilizar horas médicas, insumos y pabellón público, para beneficiar a sus
consultas privadas. Así de simple.
El
encuentro con mi vieja en el pasillo me trajo de vuelta a la realidad.
-
¿a qué hora la operan?- me preguntó ella, con verdadera congoja.
Yo pensaba
que mamá la detestaba, mal que mal mi mujer no era un encanto de nuera, siempre
desabrida en comentarios, y despreocupada de cualquier atención hacia mis
padres. Pero qué se le podía pedir, argumentaba yo en su defensa, si ella no
sabía preparar ni un vaso con agua.
-
Están esperando que se desocupe el pabellón - le respondí. La va a
operar el médico de turno - agregué
con verdadero horror.
Debo confesarlo. Tenía miedo. Tenía miedo de perderla. De que terminara
pálida y fría bajo las luces del quirófano sin volver a encender mis mañanas
con su voz aguardentosa y sus chistes cochinos. No es que la flaca fuera la gran
cosa, que no lo era, pero era mi compañera. Intelectualmente sosegada, sí. No
tenía ni un brillo, sí. Era planita, sin curvas, desgarbada, con el asomo de
una manzana de Adán en el cogote y un lunar carnoso en la punta de la nariz que
los años le hacían crecer más y más. Si hasta se había vuelto amorfa de tanto
sedentarismo. Sin embargo, yo la quería como se quiere a un viejo pantalón.
Atrás habían quedado los tiempos universitarios en que le llamaban "la
flaca". Ahora tendrían que buscar en sus tobillos la delgadez perdida en sus nuevas formas, producto de sus apetencias y descuido,
y que la abultada papada grasa, escondía
en la noche de los tiempos.
-
¿y cómo es allí dentro? ¿es muy terrible como dicen?- me preguntó mamá
intrigada.
-
Le hace honor plenamente a todos los rumores. - le digo- Se parece a los
campamentos de heridos de la Segunda Guerra Mundial. Cada seis camas existe un
biombo separando piezas, y por lo visto, no distinguen entre las distintas
categorías de las enfermedades para instalar a los enfermos. Al frente de “la
Flaca” hay una mujer que está a punto de parir y al lado una anciana que está a
punto de morir. Además hay una chica peruana amarillenta y putrefacta por una
hepatitis fulminante, y los otros dos son unos recién operados del corazón que
no paran de quejarse. en la otra esquina hay un sujeto piojoso con una barba
indecente, que la infección de un pie lo está devorando en vida. Por fuera se
repite lo mismo, cuatro veces más. Para todos existe un solo baño que no
distingue entre hombres y mujeres. Las enfermeras no ayudan a nadie a ir al
baño, el que no puede levantarse mea y caga en su escupidera en la cama y se
traga su dignidad. El que quiera ir al baño, va solo, se lleva su suero y su
papel higiénico y hace la fila.- le contesto suspirando.- Recién mañana podrán
trasladarla al pensionado, pero ahora y hasta el postoperatorio, tendrá que
bancarse la sala común.
-
¿y cómo es que terminaron aquí? ¿será cierto ese diagnóstico? – me pregunta
preocupada.
-
Al menos en el diagnóstico creo que ya no cabe lugar a las dudas. Anoche
se comió unas prietas con mayonesa y esta mañana se sentía mal. Pensé que era
un dolor de estómago que le pasaría, pero no. El malestar se fue agravando y el
dolor se le localizó en el abdomen bajo por el sector derecho. Sospeche que
podía ser una apendicitis, la llevé a la Clínica de la ciudad, le hicieron
exámenes, la atendió una doctora tan joven e inexperta que le temblaban las
manos cuando nos dijo que “no le encontró nada, que pero tampoco podía descartar
nada”. La llevé a la otra clínica, rogué una atención de urgencia, y finalmente
la atendió un especialista gastrointestinal que sólo con hundirle el dedo en la
barriga la hizo chillar como un porcino moribundo y confirmó mis temores. Una apendicitis
aguda. Quedó de operarla él mismo esa tarde en la clínica, pero para colmo de
males hubo un accidente carretero de un bus, y la clínica se repletó. La única
opción que nos fue quedando resultó ser el hospital. El especialista no pudo
conseguir pabellón, así que la dejó encargada con el médico de turno, un médico
Uruguayo, Usuriaga o algo así. Ahora sólo habrá que esperar.
Pasaron dos horas hasta que
finalmente la ingresaron al pabellón. Tras otras dos horas de espera, se
hicieron las dos de la madrugada y por fin llegó el médico a decirme que,
gracias a dios, todo había salido bien, que la paciente estaba en recuperación
y que podía visitarla por la mañana temprano.
Otra confesión: tenía tanto miedo, que
cuando me dio las noticias abracé al charrúa y le agradecí conmovido. El
charrúa me abrazó también, emocionado. Parece que nadie lo abrazaba desde que
había dejado el Uruguay, y el abrazo se prolongó más de lo que yo mismo
esperaba.
Finalmente el médico se despidió
enjugándose los ojos y se fue. Me despedí de mamá y me fui a casa aliviado.
El departamento se sentía extraño sin
la flaca dando vueltas o haraganeando frente al televisor. Nuestra gata negra
salió a recibirme ronroneando y se echó sobre mis rodillas cuando me senté a
fumar. Terminé el cigarrillo y me fui a la cama con la gata siguiéndome con la
cola parada y el sentido de propiedad de quien se siente la única hembra del
territorio. Apagué la luz y me arrojé a dormir, no sin antes pedirle a dios que
cuidara de mi flaca.
No pasaron cuarenta minutos y mi
teléfono comenzó a sonar. Era ella:
-
Charly, algo terrible
ha pasado. Sácame de Aquí!!
-
¿Qué pasa? ¿estás
bien? ¿qué te hicieron?
-
Sácame de aquí por
favor !!! ... click … la comunicación se cortó.
Sentí un
escalofrío. La llamé de vuelta pero su teléfono pasó inmediatamente a buzón de
voz. Llamé al Hospital, y me pusieron una estúpida música de espera. Me vestí
mientras la gata se relamía una pata observándome displicente y con cara de
fastidio ante tanto movimiento. Salí rumbo al hospital con el corazón
acelerado. Una vez allí el guardia me impidió el ingreso: “este no es el
horario de visitas Señor, por favor retírese”.
-
Me ha llamado mi mujer que está recién operada. Me ha dicho que algo
malo le estaba ocurriendo, hágase a un lado y tráigame a la enfermera Jefe
antes de que le meta por el culo una demanda tan grande que ni tres
generaciones de su familia podrán terminar de pagar.
El guardia
no pareció intimidarse con mis amenazas desesperadas de leguleyo trasnochado y
se limitó a apretar el botón del intercomunicador de su bolsillo superior,
inclinando la cabeza para informar a su comando base: “atento comando base,
un usuario refractario quiere ingresar en zona prohibida, repito, quiere
ingresar en zona prohibida, solicita enfermera jefe, repito, enfermera jefe,
cambio ..kjjjjjjk”; era insólito este sujeto, llamarme usuario refractario.
“Atento
Gallo 1, aquí comando base. Contenga a usuario refractario, el ingreso está prohibido,
enfermera jefe va en camino, repito, enfermera jefe va en camino. Cambio y
Fuera Kjjjjk”.
-
La enfermera ...- me intenta repetir el guardia y lo interrumpo con un
ademán en señal de que ya escuché todo su comunicado con Comando Base.
Minutos más
tarde aparece la misma enfermera Jefe, la mujer maldita que ante mis quejas del
mal servicio, me recordara que esto era “la sala común”. Maldita mi suerte.
-
Ah!! Usted nuevamente Señor, y qué es lo que quiere ahora?!! - me
preguntó la malvada enfermera.
-
Mi mujer me ha llamado desesperada. Algo grave está pasando aquí, exijo
verla inmediatamente o si no les voy a meter una demanda tan grande que .... -
la risotada de la mujer me interrumpió en seco.
-
Cándido. Me rompe el corazón.- me dice en tono burlón- Lo llevaré a ver a su mujer, solo para que vea
como ronca como un angelito. No lo haré por sus amenazas de demanda, que sólo
me causan risa, si me dieran un peso por cada demanda de negligencias médicas
que nos han lanzado, ya sería millonaria. Lo llevaré por lo insólito que es en
este lugar, que alguien venga en medio de la noche exigiendo ver a una de esas
almas perdidas de la sala común.
La mujer,
aun sonriente me condujo por un largo pasillo iluminado únicamente por los
flashes de un tubo fluorescente en mal estado, hasta llegar a una
fantasmagórica puerta de madera con el letrero:
"Sala Común, sólo personal autorizado"
En la
puerta también estaba pegado un viejo póster, ese con la enfermera llevando el dedo
índice en sentido vertical hacia sus
labios y la leyenda: "su
silencio, la medicina que no fabricamos".
El olor era
insoportable. Este era sin dudas el aroma del purgatorio en la tierra, la antesala
de la muerte segura. Entre ronquidos, quejidos, lamentos, humores, y moscardones
insolentes que sobrevivían gracias a los fluidos que corrían por las comisuras
de los labios de los enfermos sin esperanza, se encontraba el objeto de mi amor.
Avanzamos
hasta la habitación en que se recuperaba la flaca. Dormía pesadamente con la
boca semiabierta y roncando ligeramente. Me acerqué para cerciorarme de su
estado. Revisé su rostro en busca de algún golpe y nada. Sólo su nariz afilada,
su lunar carnoso, y sus mejillas mofletudas que no anunciaban ningún castigo
corporal. Revisé también sus brazos y sus piernas sin encontrar nada extraño.
-
¿satisfecho ahora, el señor?- me preguntó la enfermera en voz alta y sin
preocuparse por fastidiar a los enfermos que despertaron y que la observaban
con verdadero espanto.
-
okey- me limité a responder.
Volví al
departamento a dormir acompañado por la gata. Soñé con una mala película sobre
María Antonieta en la Revolución Francesa.
Me levanté
una hora antes de que abrieran el horario de visitas, me preparé un café y un
pan tostado que me serví con la gata en mis piernas nuevamente como toda una
dueña de casa, y volví a la carga sobre el hospital, dispuesto a exigir el
traslado al pensionado, tal y como me había prometido el gastroenterólogo, pues
quedarían camas disponibles por la mañana. Nadie me las iba a ganar.
Hice los
trámites en el pensionado y me dijeron que necesitan el alta médica para el
traslado y que además la enfermera Jefe les envíe los papeles certificando la estabilidad
del paciente, para su traslado desde la sala común al pensionado. Subí a la
sala común a ver a la Flaca y a pedirle los papeles a la malvada enfermera.
El corazón
me dio un salto cuando llegué a su habitación. Ahí en su cama, junto a la
anciana moribunda, donde debía estar mi flaca esperándome con ansias por ser
trasladada, una sábana blanca cubría completamente su cuerpo, como se hace con
los cuerpos de los cadáveres frescos de los muertos en los hospitales. Quedé
paralizado. Sentí un golpe seco en el pecho. No es que la flaca fuera gran
cosa, pero era mi flaca, y ahí estaba tumbada en una cama de hospital, cubierta
por una sábana blanca en señal de haber abandonado este mundo. A los tres
segundos reaccioné, y bajo la atenta mirada de la anciana moribunda que me
observaba curiosa con una media sonrisa siniestra, me fui acercando lentamente
hasta la cama de mi amor. Descubrí con violencia la sábana de su rostro y la
observé pálida y con los ojos cerrados. Había muerto!! Pero inmediatamente
volví a sobresaltarme cuando abrió sus ojos de perro y me miró con tristeza:
-
Sácame de aquí Charly, por favor!!
-
tranquila, en eso estoy, cálmate. Debo pedirle unos papeles a la
enfermera Jefe y te trasladarán de inmediato al pensionado. Está todo
coordinado. ¿Fuiste al baño?- le pregunté mientras le besaba la frente.
-
Sí, la mujer embarazada me ayudó en la mañana.
-
¿por qué te cubriste con la sábana?- le pregunto intrigado.
-
acércate, no puedo decirlo en voz alta- me informa con cara de espanto
mirando de reojo a la anciana moribunda. Entonces acerco mi rostro al suyo para
escuchar lo que me quiere decir.
-
esa anciana me quería obligar a hacer cosas anoche, querían que
escribiera unas cosas en un papel. Están tramando algo. Se quieren tomar la
sala común para protestar. Ya tienen armas. En cualquier momento lo harán, por
eso debes sacarme de aquí. Solo hablan de eso, dicen que la revolución comienza en la sala común. Debes sacarme de aquí
pronto.
La observé
de manera condescendiente y le acaricié la frente. Le dije que la sacaría de
inmediato, que estuviese tranquila. Todo lo asumí como parte de una paranoia
propia de su estado, por lo del post operatorio y de su intolerancia a rodearse
con gente enferma, pobre y vieja. Yo la conocía muy bien.
Le di un
beso en la punta de la nariz, en su lunar carnoso, y fui a hablar con la
enfermera Jefe.
-
tan mal lo hemos tratado que ya se quiere ir de la sala común, el
señor?- me preguntó con tono sarcástico la enfermera mientras me extendía un
papel.
-
demasiado purgatorio para toda una
vida - le respondí, tratando de agarrar los papeles, pero ella con unos
reflejos de puta madre, los sacó de mi alcance.
-
no crea que será tan fácil señor. Yo le hago un favor y usted me hace
otro favor. Sin este papel que da cuenta de la factibilidad del traslado, su
señora deberá quedarse otras 24 horas en observación junto a nosotros. Para
darle esa alta, usted será tan amable de dejarnos unas felicitaciones en el
Libro de “Reclamos, Felicitaciones y Sugerencias” junto con apoyarnos con dos
números de la rifa de un tubo de oxígeno para apoyar a la Asociación de
Funcionarios de la Sala Común.
-
pero este es el chantaje más ordinario que he escuchado en mi vida!!- le
respondo - es inaudito, insólito, voy a ir inmediatamente a hablar con el
director de este puto hospital y ...
-
si, si, si, y nos harán un sumario y bla bla bla, que no quedará en nada.
Pero mientras tanto su mujer seguirá en la Sala Común hasta que se recupera del
todo, ello siempre que la bacteria caníbal que se está comiendo el pie del
enfermo de la cama 33, no llegue casualmente a la herida en el abdomen de su
mujer, por un lamentable, pero esperable cuadro infeccioso intrahospitalario.
Vamos, no sea aguafiestas y colabore con estos abnegados servidores públicos.
Con el rabo
entre las piernas ante la potente dosis de sentido común que me acababa de
inyectar la enfermera malvada, procedí a escribir unas felicitaciones al equipo
de la sala común y a pagar dos costosos números de la rifa de la Asociación de
Funcionarios de la sala común. Con una sonrisa satisfecha, la mujer me extendió
el papel finalmente.
-
Buena suerte señor, esperamos verlo nuevamente en la sala común.- se
despidió ella, mientras yo enfilaba rumbo a los ascensores para ir al
pensionado a terminar con los trámites.
Para colmo
de males, los ascensores se habían echado a perder así que tuve que bajar los
nueve pisos por la escalera. Cuando finalmente llegué al primer piso, noté un
movimiento inusual. Algo fuera de lo común estaba pasando en el hospital.
Guardias y enfermeras corriendo por todos lados. Me acerqué a la oficina de
admisiones junto la salida poniente.
-
lo siento señor pero no estamos atendiendo, el hospital se encuentra en
código azul global.- me dice la mujer de la recepción sin dignarse a abrir la
ventanilla.
-
No sé de qué me está hablando. Yo sólo traigo los papeles para el
traslado de mi mujer desde la sala común hasta el pensionado.
-
pero ¿es que acaso no lo sabe?- me dice ella, y entonces un ruido sordo
y estrepitoso se escucha desde la calle, un sonido único, como de una gran
bolsa de leche estrellándose contra el suelo.
A
continuación, escuché los fuertes alaridos de las mujeres que estaban a escasos
metros míos. Fijé la vista y en el exterior del hospital, por la entrada
principal, un cuerpo reventado contra el piso, completamente ensangrentado
causaba el pánico y la histeria entre los observadores. Me acerqué a la salida
más por premonición que por curiosidad, y mi estómago confirmó que algo
terrible estaba pasando en la sala común. La mujer reventada contra el suelo llevaba
puesto un delantal muy familiar. Era la enfermera jefe sin lugar a dudas. ¿Había
saltado? ¿había cometido suicidio después de venderme la rifa? No tenía mucho
sentido.
En las
horas siguientes todo se convirtió en una intensa vorágine. Nos evacuaron a
todos y llegaron las fuerzas especiales junto con los periodistas en las
furgonetas de los noticiarios.
La flaca me
lo había advertido: "la revolución
comienza en la sala común”.
Me quedé en
los alrededores junto al resto de familiares de pacientes no evacuados
escuchando los llantos de las personas histéricas y las sirenas aun más
histéricas de los Carabineros. La televisión entrevistaba a la gente, nadie entendía
nada. El Ministro del Interior apareció por la televisión anunciando que todo
estaba bajo control, que un grupo de anarquistas se había infiltrado en la sala
común del Hospital Público tomando como rehenes a los pacientes y al cuerpo
médico y que aun no existía claridad si la enfermera había saltado por error o
era parte de las acciones del grupo terrorista. Anunció que emplearía todo el
rigor de la ley y que no descartaba la aplicación de la Ley Antiterrorista.
Una hora
más tarde, los familiares de los pacientes de la sala común recibimos una
llamada para reunirnos con las autoridades y el grupo de fuerza especiales.
Nos llevaron
a un salón especial en la Intendencia, y me sorprendió el trato especialmente
rudo que nos brindaron. Todos los familiares allí presentes eran personas de
extracción muy modesta, pero personas normales con justa razón para ser
atendidos dignamente, debido al trance en que se encontraban nuestros
familiares secuestrados. Al final de cuentas éramos víctimas y merecíamos un
trato acorde con nuestra apremiante condición. Las autoridades no pensaban lo
mismo.
-
bueno- dice el Intendente, un hombre pequeño y cejudo- tanto ustedes
como nosotros sabemos perfectamente lo que está ocurriendo aquí. No es
necesario que sigamos actuando como si estuviéramos frente a las cámaras para
el noticiario. Ustedes son cómplices, ustedes ingresaron las armas, ustedes
tienen la oportunidad de arreglar este entuerto.- El murmullo de los familiares
dio paso a la furia. Nadie sabía de qué estaba hablando el Intendente, y
comenzaron los gritos, las recriminaciones y hasta los ofrecimientos de golpes,
al son de los improperios.
-
A ver, calmémonos un poco - dice el Intendente- creo que partimos con el
pie izquierdo, pero es importante que sepan que nuestras indagaciones nos
llevan a la conclusión, que familiares de algunos internos hicieron llegar
armas para llevar a cabo este acto subversivo.
-
pero que acaso no habían ingresado unos anarquistas que tomaron por
rehenes a nuestros enfermos?- preguntó una señora gorda de polera verde y un ajustado pantalón con
lunares.
-
eso es lo que le hemos dicho a los medios. - responde el cejudo Intendente,
con cara de astucia- Lo cierto es que se trata de un autogolpe por parte de los
enfermos. Los enfermos de la sala común se han tomado los pisos superiores del
hospital a punta de pistolas. No hay anarquistas involucrados. Ellos son los
terroristas, los propios enfermos se han tomado la Sala Común.
-
pero algo estarán exigiendo!! No creo que lo estén haciendo todo porque
sí.- plantea un caballero flaco con pinta de jardinero jubilado al borde del
enfisema pulmonar.
-
Sí. Han efectuado exigencias. Efectivamente. En el bolsillo de la
enfermera jefe, la pobre mujer malograda de esta mañana, a quien arrojaron por
las ventanas, encontramos un petitorio que no hemos hecho público porque sus
exigencias son imposibles. No aceptaremos violencia ni chantajes y menos de
personas a las que el Estado atiende de manera gratuita.
-
Pero algo habrá que hacer!! Habrá que negociar con ellos- exclamo yo,
preocupado ante la inoperancia del Intendente- No todos los enfermos son parte
de esta revuelta, mi mujer está secuestrada, recién operada de apendicitis,
durante la madrugada me llamó para advertirme que algo se estaba fraguando,
pero esa enfermera jefe no me creyó, y ya ven cómo terminó su vida.
-
¿Su Señora es doña Alicia Gutierrez, alias "la flaca"
intervenida por apendicitis aguda?- pregunta un mayor de Carabineros.
-
Afirmativo- respondo yo- contagiado por la forma de hablar de la
oficialidad.
-
Su señora es una de las cabecillas, señor. Es más, las exigencias fueron
escritas de puño y letra por ella, con su nombre terrorista en clave estampado
bajo su rúbrica: "la Comandante
Cebolla".
-
pero eso es imposible!!- protesto yo.
-
Mire con atención- me dice el Mayor, al tiempo que enciende un proyector
reflejando en la lona una fotografía con las exigencias de los enfermos
terroristas:
"Autoridades:
los Enfermos de la Sala Común, agotados por el trato innoble, vejatorio y
desgraciado al que nos han sometido en este Hospital de mierda que sostenemos
con nuestros impuestos, nos hemos tomado sus dependencias y hacemos un llamado
a todos los enfermos, críticos, terminales y ambulatorios, de todos los
hospitales públicos del país, a fin de que inicien inmediatamente una revuelta
para exigir y reivindicar sus justos derechos como usuarios desprotegidos y
ciudadanos dignos.
El
ajusticiamiento que realizamos de esta enfermera jefe, personaje cruel,
monstruoso y virulento, viene a reflejar nuestro malestar frente a los funcionarios que aprovechan su posición
como un privilegio antes que como un deber: Informamos que continuarán los
ajusticiamientos al personal de la sala común, si dentro de 24 horas no se hace
lugar a nuestras justas demandas, que son las que siguen:
1.-
Trato Digno.
2.-
Higiene adecuada.
3.- 6
camas máximo por habitación, separando hombre de mujeres.
4.-
visitas y controles efectuados por médicos de al menos dos rondas en el día.
5.-
que los médicos cumplan con su jornada laboral.
6.-
que los médicos no ocupen pabellón ni insumos del hospital para sus consultas
privadas.
7.-
que los médicos actúen responsablemente durante su jornada y dejen de follarse
a las enfermeras en el intermedio.
8.-
que los exámenes los practiquen a tiempo y no en las autopsias.
9.-
que las enfermeras no abran las ventanas para fumar pues nos enfriamos.
10.-
que para los dolores serios nos den morfina y no paracetamol.
11.-
que a los enfermos terminales y a los ancianos con enfermedades crónicas, que
lo soliciten, les apliquen una eutanasia.
12.-
Que nos indemnicen por los malos tratos sufridos en la sala común.
13.-
Que nos indulten por el ajusticiamiento de la enfermera jefe.
Pueblo, conciencia, bisturí, por una salud
digna.
Los Enfermos de la Sala Común
Firman:
La Metralleta Preñada; La Comandante Cebolla; El
Celiaco Errante."
Ahí estaba
con total nitidez, la firma de mi flaca, increíblemente convertida, desde su
lecho de la sala común, en toda una revolucionaria. Ella, que no sabía cocinar,
lavar, ni planchar, que confiaba en el
sistema capitalista y gozaba de todos sus beneficios, y cuyo pensamiento tendía
a ser más bien reaccionario antes que libertario, había terminado arrojando a
la enfermera Jefe desde el cielo a morir reventada en el asfalto, como una
adalid de los derechos de los enfermos más atorrantes y desprotegidos del
sistema. Me sentí orgulloso y despavorido.
-
Evidentemente, como podrán concluir ustedes mismos - nos advierte el
cejudo Intendente - estas condiciones son inaceptables. No tenemos presupuesto
ni para un tercio de ellas. Lo que es peor, es que gracias a sus familiares
malagradecidos, ya han comenzado revueltas en el resto de los hospitales públicos
del país, las que hemos logrado neutralizar a tiempo, sin embargo, el tiempo
corre y si ellos no deponen las armas, el equipo de fuerzas especiales hará su
trabajo, cualquiera que sea el resultado. Es por eso que los necesitamos a
ustedes. Necesitamos que en estos treinta minutos se comuniquen con sus familiares
y los convenzan de que depongan las armas y se entreguen. En caso contrario,
las consecuencias pueden ser nefastas.
-
tenemos un teléfono conectado a los altavoces de la sala común.- Nos
informa el mayor de Carabineros.- Cada uno dispondrá de 10 segundos para instar
a sus familiares de retractarse de sus insurrectos actos.
Los familiares protestaron, que esa no les
parecía una buena alternativa, que en diez segundos no se podía conseguir nada,
que no podían enviar a la gente de las Fuerzas Especiales a atacar a unos
enfermos, que era una canallada lo que estaban haciendo, que las demandas que
se exigían eran mínimas descontando el indulto.
No obstante
las protestas de los familiares, las autoridades se plantearon inflexibles en
su postura: Este es un país serio
señores; acá se respeta el estado de derecho, No negociamos con terroristas, y
etcétera.
El que quería aprovechar sus diez segundos
para convencer a sus familiares enfermos, que lo hiciera, el resto, podía
retirarse y esperar lo que dios y el destino determinaran.
Todos los
familiares se quedaron y utilizaron sus diez segundos, entre ruegos y llantos:
"Por
favor, entréguense, ya solucionaremos todo"; "hija, por favor, salga
de ahí, van a entrar los pacos si no salen"; "arranquen de ahí ahora
mismo, estos desgraciados van a hacer de todo para culparlos de todo";
"entréguense o los van a matar!! Hijo salga de ahí!"; "resistan,
mierda resistan!! Ya se están alzando los otros hospitales y ..." Fue
interrumpido con un golpe de culata en la barriga un gordo revolucionario con
una camiseta que en que se leía "Sex Machine". Lo sacaron entre dos
militares pequeños de rostro indígena que poseían una fuerza descomunal. Era mi
turno:
"Flaca, sé que me estás escuchando. No sé
cómo te involucraste en esto, pero me siento orgulloso de ti. Te quiero con
toda mi alma, pero ahora es tiempo de rendirse. Esta gente no tiene corazón".
Las
autoridades me miraron como quien mira a un perro atropellado, y el Intendente
se acercó y me dio unas insolentes palmaditas en la espalda, sonriéndome de
manera bovina.
Sólo
restaba esperar.
Nos
trasladaron a la sala de espera, y ahí quedamos sentados mirándonos las caras
los unos a los otros, observando una pantalla, esperando nuestro turno de
atención. Eternamente.