"Ganó el No", nos dijo con voz temblorosa, como quien no cree aun en la noticia funesta que está revelando, pasmada ante la idea del sórdido retorno de las banderas rojas y negras, los fusiles revolucionarios, las colas para comprar el pan y el temido chancho chino.
Mis viejos nunca fueron políticos, sólo trabajaban para cuidar a sus pollos, de manera que no les puedo reprochar que mantuvieran nuestra infancia, amparada en la burbuja oficial de los militares, como valientes soldados protectores, que cantaban el patito chiquito para su General, un tierno Pinochet sonriente, de mirada amable y ojos tan azules, como el cielo de nuestro Puro Chile, lejano al sádico tirano de gafas oscuras que pasó a la historia.
No obstante ello, intuíamos que las cosas no eran tal y como en la aldea pitufa. No en vano, cuando llegaba el hermano menor de mi viejo, la mamá le hacía una mini redada de revistas apsi y cancioneros de La Cigarra, que yo rescataba de la hoguera fascista, para aprender mis primeras canciones de Silvio, que no debía tararear ni en la ducha, pues me podían confundir con un "subversivo", según mi vieja, y me podían mandar retobado a Cuba, donde el plato típico, junto con el chancho chino, eran los recién nacidos.
Yo no me creía mucho eso de que el castigo a los subversivos era un simple boleto a La Habana, pues no me parecía un castigo muy disuasivo, tener que terminar viviendo en la tierra mágica de los unicornios azules, los relojes que se convierten en cangrejos, y los rabos de nube que se piden como deseo, en espera de abril para mi cumpleaños.
Mis sospechas, sobre el destino que esperaba a los "comunistas marxistas leninistas", eran mucho más obscuras, basado en los grafitis que mi mejor amigo del colegio, el huevo Barrientos, dibujaba en las micros, los baños y los pupitres: 🌲8 H 🎎 (léase Pinocho hache chino).
Se sumaba a lo anterior, la ocasión en que chocamos con un furibundo en la panamericana, y nos encontramos con un camión militar que nos auxilió. El sujeto furibundo, asustó a nuestra pequeña hermanita, que lloraba descorazonada, al punto de conmover al oficial a cargo, quien terminó por practicar la admonición más potente que escuché en toda mi infancia: "Estás asustando a la niñita, o te callas o te meto un balazo en la cabeza y te dejo enterrado en el desierto". El silencio sin chistar del furibundo, nos reveló, aun siendo niños, las verdaderas dimensiones del poder militar.
Esa madrugada del seis de octubre, cuando mi vieja nos despertó, comenzaba el fin de ese poder cavernícola, y suponía, para el 53% de los ciudadanos, el comienzo de una nueva era, una que se graficaba orgullosamente, en un arcoiris y en esa fotografía histórica del Carabinero abrazando al poblador, augurando una patria más justa, solidaria y humana. Venía la alegría, suponíamos, pero sólo nos llegó Aylwin, con la justicia en la medida de lo posible, frase lapidaria que configuró la actual estructura de un país de imposibles.
El país estaba tomado, ya habían privatizado hasta las enfermedades, el agua y las universidades para endeudar a los futuros profesionales, a quienes les "pedían prestadas" sus cotizaciones para financiar a los bancos, que les prestaban ese mismo dinero, pero con más intereses a la gente, con lo que financiaban concesiones para transitar las grandes alamedas y pagarle peaje a algún señor feudal, que financiaba a los políticos que ocupaban el Congreso, símbolo de la democracia, que todo un país luchó por recuperar.
Ese seis de octubre marcó el final, cierto, del ejercicio violento del poder.
Pero no es acaso, igualmente violento, arrebatar los sueños confiados de un pueblo que esperaba algo más que un simple "derecho a sufragio", que un subsidio habitacional para la fea vivienda social, que el triste reparto de pan, entre coloridas cantatas al aire libre, haciendo un cigarrito, levantando una muralla, y anunciando que vuelvo Patria Vuelvo Pueblo, pues que podrías tener tú, que no deba tener yo.
No hay nostalgia peor que añorar, lo que nunca jamás sucedió, nos dice con crueldad, una canción de Joaquín Sabina, evocando la deuda que nos dejó "la alegría", al cantar el Adiós General, esa madrugada del seis de octubre que espantó por las puras a mi vieja, cuando aún se podía escribir la historia, sin olvidar las razones de la lucha, sin olvidar, el esperado Carnaval.
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